Jojo Rabbit

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El problema con los oficialismos

Jojo Rabbit (2019) es la nueva realización de Taika Waititi, el gran director y guionista neozelandés responsable de Eagle vs. Shark (2007), Boy (2010), Casa Vampiro (What We Do in the Shadows, 2014) y Hunt for the Wilderpeople (2016), todos trabajos muy interesantes que dejaron en claro su cariño por el humor comunal, absurdo, irónico y de evidentes inclinaciones contraculturales más o menos solapadas, un rubro polimorfo que el mainstream hollywoodense prácticamente ha abandonado en un cien por ciento desde la década del 90 del siglo pasado hasta el presente. Aquí el señor se mete de lleno en un territorio que no había explorado hasta este momento, la sátira histórica, y el resultado es una maravillosa anomalía que resulta tan encantadora como freak, algo así como una cruza entre la disposición inconformista y políticamente incorrecta de El Dictador (The Dictator, 2012) y La Muerte de Stalin (The Death of Stalin, 2017) y las parábolas sobre el “arte” de crecer en medio de la barbarie en sintonía con La Vida es Bella (La Vita è Bella, 1997) y El Niño con el Pijama de Rayas (The Boy in the Striped Pyjamas, 2008), aunque sin dejar pasar la oportunidad de incluir algunas referencias aisladas -sobre todo en la segunda mitad del metraje- que parecen acercarnos en términos conceptuales al terreno bien escabroso de clásicos polémicos como El Tambor de Hojalata (Die Blechtrommel, 1979) y Portero de Noche (Il Portiere di Notte, 1974), en especial por las situaciones narrativas planteadas.

El propio Waititi firmó el exquisito guión, inspirándose en la novela Caging Skies (2008) de Christine Leunens, y así nos presenta el devenir del personaje del título, Johannes “Jojo” Betzler (Roman Griffin Davis), un muchacho de diez años que vive en la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial y decide unirse a un campo de entrenamiento de las Juventudes Hitlerianas encabezado por el Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), donde es ridiculizado por sus superiores al no poder matar a un pobre conejo -de allí el sobrenombre pernicioso de turno- y pronto termina con su rostro desfigurado y una cojera cuando pretende lanzar una granada para demostrar su valía, la cual le estalla a escasos centímetros de su cuerpo. Obligado a pasar más tiempo en su hogar junto a su madre, Rosie (Scarlett Johansson), quien asimismo debe lidiar con la muerte reciente de su hija mayor por gripe y las acusaciones de deserción que pesan sobre su esposo, el cual estaba combatiendo en Italia y hace dos años que no se sabe nada de él, Jojo investiga ruidos en la casa y descubre de improviso a Elsa Korr (Thomasin McKenzie), una judía y ex compañera de colegio de su hermana que está escondida detrás de los muros de una habitación, todo bajo el amparo de una Rosie que milita en los círculos antifascistas y suele dejar mensajes en la calle en pos de una Alemania libre. Por miedo a una denuncia entrecruzada a la Gestapo que los condenaría a ambos, el niño y la adolescente se consagran a convivir y a conocerse entre sí.

La esquizofrénica realización comienza sin medias tintas en el campo de la comedia negra/ política y paulatinamente va acercándose hacia el drama bélico, aunque esquivando esos golpes bajos gratuitos paradigmáticos del mainstream y siempre manteniendo el tono humanista y algo demencial que caracteriza a la obra del cineasta neozelandés. Más allá del interés que despierta el esquema retórico de por sí y el excelente desempeño del debutante Roman Griffin Davis, un hallazgo inconmensurable por parte de Waititi, la película cuenta con un glorioso popurrí de secundarios que incluye a los dos subalternos principales del borrachín Klenzendorf, Fräulein Rahm (Rebel Wilson), una instructora brutal del campo de entrenamiento, y Finkel (Alfie Allen), la fiel pareja homosexual del personaje de Rockwell, y los dos amigos fundamentales del protagonista, léase Yorki (Archie Yates), un jovencito regordete que también forma parte de las Juventudes Hitlerianas y eventualmente se transforma en un soldado infantil, y el mismo Adolf Hitler (interpretado por un Waititi de ascendencia hebrea que juega con el sustrato sardónico del asunto), en esencia un amigo imaginario de Jojo que hace las veces de una figura paternal sustituta que viene a asistir al muchacho cuando éste experimenta alguna crisis o simplemente no sabe qué hacer a continuación, sin duda un bufón que se asemeja mucho a los psicópatas reales de los que está llena la execrable caterva de las huestes dirigentes, tanto las civiles como las militares.

Así las cosas, el purrete divide su tiempo entre conversaciones con Yorki y el buenazo de Adolf, las diversas tareas de propaganda en vía pública que le asigna Klenzendorf y un “estudio” acerca de los judíos tomando como caso testigo a Elsa, de la que se termina enamorando a pesar de que la chica dice estar comprometida con un joven llamado Nathan y le cuenta un montón de deliciosas ridiculeces que el niño cree, como por ejemplo que los hebreos viven en cuevas, son magos, tienen comportamientos similares a los murciélagos y hasta pueden leer la mente. El gran mérito de Jojo Rabbit se condensa en el hecho de que va más allá del progresivo descubrimiento mutuo entre los dos mocosos que habitan la residencia Betzler, el varón y la fémina, algo que ya ha sido trabajado en infinidad de ocasiones por el séptimo arte que pregona el respeto para con el diferente, porque el film vuelca casi toda su atención hacia la ortodoxia chauvinista del crío, quien compensa con sus propios esfuerzos -encima “santificados” por su representación psicológica de Hitler- las sospechas de cobardía que recaen sobre su padre, ese que por cierto jamás aparece -o reaparece, según la lógica del relato- en pantalla: aquí el nacionalismo y la adopción de las doctrinas que emanan de las cúpulas están empardados a una ceguera pueril que se niega a ver los caprichos, atrocidades e injusticias que cometen en nuestro entorno vital inmediato esos mismos adalides estatales que afirman que son los otros los responsables de aquello.

Elevando la sombra del peligro que se cierne sobre Rosie y Elsa, especialmente de la mano de un agente de alto rango de la Gestapo, el Capitán Deertz (Stephen Merchant), Waititi complementa de manera perfecta el eje narrativo por antonomasia, esta reconversión ideológica de Jojo desde el fanatismo a la autocrítica consciente, que a su vez sintetiza el problema ineludible con los oficialismos y con los imbéciles en general que gustan de defender lo indefendible desde la moral derechosa que celebra el discurso de las clases dominantes, ese que pondera el inmovilismo social o -incluso peor- el ardid de modificar dos o tres cosillas banales para que nunca cambie nada en serio y los mismos oligarcas retengan sus múltiples privilegios. La propuesta también se suma a muchas obras más que relativizan las payasadas del Hollywood Clásico y del cine europeo comercial en materia de retratar a todos los germanos y/ o nazis como la representación de la maldad suprema, como si no hubiesen existido esas excepciones hoy ejemplificadas no sólo en el mocoso sino también en Klenzendorf, una suerte de burócrata descreído del régimen que hasta llega a proteger el secreto de Elsa y Jojo. Waititi edifica una película sincera y muy hilarante que indaga en las contradicciones humanas sin maniqueísmos y apostando a desarmar todo fundamentalismo autoritario para que los lelos fanáticos se queden sin sus argumentos y sin sus mascaradas violentas tendientes a concentrar más y más la riqueza y el poder público…