Jesús López

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

FUEGO Y ESPEJOS

Nada de lo que sucede en Jesús López, la nueva película de Maximiliano Schonfeld, es ajeno a esa suerte de coming of age que el cine argentino reciente ha sabido interpretar con sus propios códigos (y sus propios vicios). El Jesús del título es un piloto de carreras querido por todos (interpretado por Lucas Schell), que muere en un accidente y da paso al verdadero protagonista: su primo Abel (Joaquín Spahn), un adolescente introvertido que trabaja con su familia en el campo. Después de que su tío lo invita a la playa, donde se relaciona con los amigos de Jesús, pero sobre todo después de que empieza a manejar su auto, Abel comienza a adueñarse de los espacios que ocupaba su primo. Las salidas, la ropa, los hábitos, incluso el amor. Lo que podría parecer retorcido en verdad no lo es, porque esa transformación está narrada como un proceso natural, centrándose en la necesidad de Abel de experimentar las cosas y de salir de la monotonía.

Sin abandonar esa pátina indie tan común a este tipo de historias, Jesús López tiene sin embargo una virtud infrecuente en el cine local: el uso de la épica deportiva para hablar tanto del duelo como del paso de la adolescencia hacia la adultez. Aunque su interés principal es otro, la película se permite acercarse a un género que en el cine norteamericano es patrimonio, y aprovechar la fisicidad que implica el deporte para narrar emociones complejas sin cargarlas de palabras. Para Abel, habitar la vida de su primo es habitar su pasión; su vida en relación con los demás, pero sobre todo su vínculo con la velocidad. En el arco que va desde los primeros acercamientos al auto, pasando por los arreglos, la práctica y finalmente la competición (incluyendo las consecuencias de esa carrera), Schonfeld encuentra la mejor forma para hablar del tema de fondo: la necesidad de destruir para construir algo nuevo.

Claro que Jesús López no es una película deportiva, sino una que integra ese aspecto de manera lateral y progresiva. La mirada, en definitiva, está puesta en esos jóvenes que tratan de entender y de explicarse la muerte de un amigo. Los rituales diarios, el alcohol, los recitales, los encuentros amorosos, todos atravesados por la incertidumbre (o la certeza terrible) de un futuro sin mucho brillo. Schonfeld los filma sin juzgarlos y sin detenerse a dar explicaciones, con una estética polvorienta que se aleja de Buenos Aires para mirar al interior del país, y que lo acerca al universo literario de Selva Almada, guionista del film. El resultado es una película que va de menos a más, y que toma algunos riesgos formales dignos de atención, como la alternancia entre actores para narrar el tiempo en que la identidad de Jesús se fuga hacia la de Abel. “Parece que para salir de acá hay que morirse”, dirá el protagonista en un momento, y la película abraza esa hipótesis sin miedo de corroborarla.