Jauja

Crítica de Nicolás Prividera - Con los ojos abiertos

Jauja menta a Herzog, Ford, Dreyer (por solo dar algunos nombres propios en su vasta red de invocaciones), y sin embargo esa suma abismal no tiene ninguna densidad. Se diría que esa es precisamente la voluntad de Alonso: crear un agujero negro que se trague la historia del cine (al menos la del cine moderno): “Me encanta el desierto, la forma que tiene de entrar en mí”, dice un personaje clave. Pero no es el racional amor por el desierto del Lawrence de Lean, ni tampoco la fascinación bárbara del Facundo de Sarmiento (dos íconos de sus respectivos siglos): en Jauja toda dialéctica se disuelve en la cita posmoderna. Alonso ha pasado del minimalismo al pastiche, siempre a tono con la época.

Al borde del nuevo siglo, La libertad supo representar la baja intensidad política pre-2001 (es decir, pre recomienzo de la Historia, tras su prematuramente decretado fin): la opera prima de Alonso era despojada, desadjetivada (salvo por el nada metafórico título), mientras que Jauja en cambio es el reino del adjetivo y la declamación. ¿Cómo es entonces que los mismos críticos que canonizaron una cosa aplauden la otra? Como siempre, Alonso les sirve como clave para desandar el camino, y encontrar el resumen perfecto del nuevo paradigma. No se trata, claro, de abandonar el posmodernismo sino de tocar otra de sus cuerdas: si está perdida la batalla “contra la interpretación”, se la vacía a través de la cita. En esto Alonso no pretende ser original, claro (la tendencia al primitivismo ya ha sido esbozada por films como Tabú), pero sin duda es quien logra llevarla más lejos: si La libertad era una suerte de “significante vacío”, Jauja asume gozosamente su condición de “interpretante”.

A diferencia de los malos imitadores, Alonso poseé un talento preciso para la molicie, en todos sus sentidos y más. Jauja logra (de)moler todas las tradiciones hasta dejarlas casi irreconocibles, exhaustas: así, el western se diluye tanto como las crónicas del siglo XIX (y el “desierto” vuelve a ser una metáfora reificada). Las tradiciones, como la Historia misma, solo quedan en pie como ruinas de un teatro metafísico (malo como teatro y conservadora su metafísica). El más absurdo que abierto final -con su planificada trascendencia estilo 2001- es una broma que solo un sistema crítico blindado puede tomar en serio: lo que deja en claro esa última renuncia es que al film le importa tan poco la coherencia de sus propios pasos como la diferencia abismal entre los caminos de Argentina y Dinamarca.

Esa sutura evidente es la que une el pasaje de un cielo a otro, de un régimen a otro (la música que empieza a invadir la escena, así como los académicos contraplanos), representado ante todo en el tránsito entre el ignoto hachero de La libertad y la megaestrella de Jauja (Misael Saavedra aparece como actor, pero -como todo el resto- se vuelve una sombra al lado de Viggo Mortensen). “Alonso vuelve a hacer equilibrio en una cornisa: por un lado se adapta discretamente a las que intuye son ciertas exigencias del medio mientras se va convirtiendo en un director cada vez más seguro”, decía Quintín hablando de Liverpool, asumiendo que ese cine (dejado de lado por el mainstream, aunque evidentemente central en el canon festivalero) “también es un cine que se hace porque –y esa es acaso la peor maldición de un artista– las carreras no deben detenerse, porque el cine permite ganar fama y dinero, porque la maquinaria exige estar siempre en movimiento”. En ese movimiento, mucho menos azaroso que el de sus protagonistas, Alonso termina por fin de seguir su propia estrella, asumiendo que bajo la aparente libertad inicial late un programa no particularmente revolucionario.

Los hombres se siguen perdiendo en bellos paisajes, pero ahora su mudez es reemplazada por una palabra y composición teatrales, que avientan su carga de sentidos con un gesto que reivindica su gratuidad, su dandismo plebeyo. En esto es clave la presencia de Fabián Casas en el guión: no es casual que el representante más conspicuo de la llamada “poesía de los 90” encuentre su destino sudamericano como lugarteniente del cineasta que constituyó la marca del cine nacido al fin de esa década, y que vino de algún modo a continuarla. Ese juguete final perdido y encontrado, que une las poéticas de Alonso y Casas (esas huellas fantasmales de los hijos que ya estaban en Los muertos y Liverpool, así como en el intimismo zen de Casas) puede ser todo y a la vez nada. La crítica de cine (solo nihilista a la hora de pensar la modernidad) ha decidido creer en todo: elegida como una de las mejores películas del año por prestigiosos festivales y críticos, tal vez Jauja sea vista en el futuro como testimonio del extravío que pretendía representar.

Que ese posmoderno gusto “internacional” (reconfirmado hoy por las declaraciones de Thierry Frémaux, máximo responsable del festival de Cannes, reivindicando Jauja a la par de Relatos salvajes) sea hace décadas canónico en la mirada europea es comprensible visto el viraje cada vez más conservador del viejo continente, pero no deja de ser curioso en una crítica local que no puede desprenderse de ese influjo y se contenta con replicar el canon (aun cuando sea consciente de esa dependencia). Por poner un solo ejemplo, veamos lo que dice el usualmente lúcido José Miccio en La otra: luego de definir a Jauja como “un hit idiosincrático, festivalero”, señala las “diferencias respecto de sus largometrajes anteriores: actores profesionales, presencia de un escritor-guionista, ambientación de época, considerable aumento del diálogo, dislocación temporal, giro argumental fantástico”, pero acto seguido justifica cada una de esos desvíos (convirtiendo en victoria lo que debería ser como mínimo problemático), como si el mismo temiera desviarse de la autocomplacencia que no deja de percibir… Dice finalmente Miccio aludiendo a la charla con el público posterior a la función:

“Un poco infantilmente, Alonso y Casas preguntaron al público por ciertas oscuridades del argumento, y jugaron a no entender nada de su propia película. No es que esté mal, ni que no sea cierto; ellos (no) sabrán. Pero la verdad es que Jauja está muy escrita. (…) El perro lastimado (que reaparece en la escena final) sirve como reflexión metanarrativa, por demás burlona. Su cuidador dice que la herida que tiene en el lomo – un parche caliente – se la produce él mismo al rascarse, y que se rasca cuando no entiende lo que pasa. Alguien titulará Parche caliente su lectura de Jauja, y hablará de espectadores a los que el lomo les pica. Se rasca el perro, nos rascamos nosotros, nadie entiende, no hay nada qué entender, el parche sana. Esa es la progresión pedagógica esperable, correcta. Alonso felicitó al que respondió en la sala la obviedad mayor (que es verdad, por supuesto): No importa qué pasa, no es necesario entender todo. Pero, una vez más, la incertidumbre es una directiva del guión, está deliberadamente trabajada. Por eso la puesta en escena de Casas y Alonso en el Auditorium sonó algo petulante, como a canchereada.”

Pese a las evidencias, Miccio no puede ligar esa “puesta en escena” con la de la película misma, tal vez porque implicaría no tomarse en serio su propia crítica: antes que sentirse un perro que se rasca, el espectador-(a)crítico prefiere sentirse en comunión con la mirada paternalista que se le ofrece. Sin embargo, unas líneas después, hablando de El perro Molina, Miccio vuelve a dar en la tecla al comparar la ética implícita en la hechura misma de las películas: “Lisandro Alonso dijo en la conferencia de prensa que Misael y Argentino Vargas no entendían qué pasaba cuando hacían La libertad y Los muertos; Campusano no filmaría a nadie que no entendiera qué es eso que están haciendo juntos. Según declaró una vez, la fidelidad es su método. Vos hacé, yo te respeto. Director e intérprete se vinculan bajo la regencia de la amistad, no del contrato.” Algo parecido sucede con el público y la crítica. Mientras tanto, algunos espectadores (y unos pocos críticos) preferimos rascarnos, aunque duela.