Jason Bourne

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El cine y las máquinas tragamonedas

Jason Bourne, el agente fusible, ha vuelto. El control y la vigilancia informática. El pasado que le persigue. El escenario mundial en crisis y las manipulaciones de la CIA. Persecuciones, tiros, en la puesta en escena de un gran cineasta.

No hace muchos años, las máquinas tragamonedas recaudaron más que Hollywood. Por eso, cuando la tanqueta de SWAT irrumpe en el casino y las destroza, hay justicia. De parte de uno de los mejores realizadores del cine contemporáneo, el inglés Paul Greengrass. Y con uno de sus mejores personajes: Jason Bourne.

La secuencia que impacta allí es extraordinaria, de un vértigo cuyo crescendo pareciera no concluir, entre montañas de autos que revientan, con este agente de rostro estoico, que no se inmuta, frío, deudor de la tradición del mejor espionaje y sus lavados de cerebros, esculpido a partir de la literatura de Robert Ludlum, sobre el cuerpo y facciones de Matt Damon.

Jason Bourne, quinta película de la serie -si se contempla el spin-off El legado Bourne, con Jeremy Renner- es la culminación de un largo viaje, que iniciara en 2002 con un film anodino, dirigido por Doug Liman (Sr. y Sra. Smith, Jumper). Sólo con la secuela el personaje pudo desarrollar una fisonomía, con las riendas puestas en el saber fílmico de Paul Greengrass (Vuelo 93, Capitán Phillips). Una de las consecuencias ha sido la empatía generada entre director y actor. Tanta es la diferencia provocada por la trilogía de Greengrass (La supremacía de Bourne, Bourne: El ultimátum, Jason Bourne), que el primero de los films parece desgajado, anecdótico, a la par del olvidable spin-off.

Bourne adquiere su fisonomía porque a partir del director inglés se inscribe en la historia del cine y sus paranoias. No solamente desde las referencias cruzadas -que pueden vincularse con títulos de otras décadas, a los que fácilmente se suma desde el listado general el film de Liman- sino desde una puesta en escena que dialoga con las maneras que el cine tuvo de plasmar la temática. Porque hay una mirada que tematiza, es que la película Jason Bourne adquiere un rango específico, que la sitúa de manera cercana al cine de John Frankenheimer, capaz como fue de exhibir los síntomas de una época malsana en films notables como El embajador del miedo (1962) y El otro Señor Hamilton (1966).

Por parte de Greengrass hay una indagación progresiva, en donde Bourne es la figura bisagra, desajustada entre lo que ha sido y ya no podrá, que le permite al director un juego de ajedrez que tiene, hasta el momento, tres partidas. Las tres, puede decirse, finalizadas en tablas: aun cuando Bourne pueda resolver sus cometidos, el entramado contra el que se rebela continuará su andadura, con otras caras y sonrisas de marketing. Bourne, a partir de Greengrass, será la contracara del patriota, el agente que intentará en vano quitarse las vestiduras y acciones que su cuerpo exhibe de manera programática.

El lavado de cerebro y los enemigos contra los que se debate Estados Unidos estarán acá situados en el marco de un escenario mundial, en donde los jugadores son, siempre, norteamericanos. Buenos, malos, o como se les quiera tildar, todos de factoría norteamericana. Una telaraña (el apellido "Webb" -telaraña- es vital al argumento) que tiende sus lazos de manera siniestra, capaz de provocar villanos a su antojo, para así justificar los héroes. Que uno de los expedientes en manos de Bourne tenga por referencia el título "enemigos extraordinarios", no sólo distingue un aspecto del drama y su verosímil, sino que lo hace sobre la misma narrativa cinematográfica, hoy en manos de superhéroes contra súperamenazas.

Este tablero sin límites, en donde los países son feudos a derrocar o apuntalar, es vigilado por la CIA. La primera de las secuencias de acción ya lo estipula, mientras ese ojo que todo lo ve, apostado en sus oficinas confortables e hipertecnificadas, persigue a Nicky Parsons (Julia Stiles) y Jason Bourne. El detalle mayor es que están en Grecia, entre tumultos callejeros, en donde la maquinaria policial reprime. Entre el gentío se mueven estos personajes. Sus movimientos están por encima de lo que sucede en las calles: no les importa. Ni a la CIA ni a Jason Bourne.

El Bourne de Greengrass es un alienado, un psicópata que ha cambiado su punto de mira. Hasta no hace poco disparaba desde el mismo lugar que la Némesis justa que compone Vincent Cassel. Que terminen enfrentados se debe a una falla de la maquinaria, cuando el soldado otrora dedicado a la custodia de su país se descubra manipulado, víctima del mismo aparato que había jurado defender. La tragedia de Bourne es irresoluble, el final de este film lo comprueba. Si hubiese una película siguiente, ésta no haría más que dar otra vuelta en forma de trompo, sin salida.

A la vez, con Jason Bourne se escribe un capítulo más sobre el control de los medios electrónicos, a través de las complicidades entre empresarios y los aparatos de inteligencia. El nombre de Snowden se escucha en los diálogos, con la promesa puesta ahora en una nueva plataforma virtual -Deep Dream- ante la cual la población se expresa extasiada, en esas presentaciones a sala llena en donde geniecillos de la informática se exhiben como adolescentes tardíos. Hay, de todos modos, cierta mirada benévola, algo retórica, al preocuparse por la privacidad de los ciudadanos y su información. Algo que ya no es exclusivo de un film norteamericano, vista las maniobras de "inteligencia argentina" recientes.

Ahora bien, de vuelta a la tanqueta de SWAT. Está conducida por un agente de la CIA. SWAT y CIA como los verdaderos peligros de la película. Si el escenario propuesto al inicio es el mundo entero -de Grecia a Berlín, de Islandia al Líbano-, el desenlace es en Estados Unidos. De allí proviene el desquicio, con un detalle que el film explicita en la construcción misma de los denominados "terroristas".

Bourne, por fin, está de vuelta en su país. El regreso al nido enfermo. ¿Hay cura? Allí, seguro que no. Greengrass, todo un cineasta.