Jason Bourne

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

Duro de matar

Antes del estreno de Bourne: El ultimátum, en 2007, Matt Damon afirmaba que solamente volvería a interpretar al exagente de la CIA bajo la batuta de Paul Grengrass. Cinco años después de su declaración, se anunciaba un nuevo capítulo de la saga que funcionaría como una expansión, una historia paralela a la de Jason Bourne que giraría entorno a otro agente interpretado por Jeremy Renner en El legado de Bourne. Lo cierto es que la película no estaba a la altura de la trilogía anterior y terminaba siendo nada más que un intento forzado por atar con alambre dos historias: por un lado, la de un súperagente al que le suministran unas pastillas que lo convierten en una especie de Terminator, pero que producen efectos colaterales, y por el otro, la de un Gran Hermano mundial del que absolutamente nadie puede esconderse. De repente, no solo ya no importaban las operaciones Treadstone o Blackbriar, ni la búsqueda de la identidad, si no que a Tom Gilroy, director y guionista de esta fallida entrega, ni siquiera parecía preocuparle que hubiera algo de química entre los personajes. Así, la cuarta de la serie se convertía en una película innecesaria, carente de emoción, con una estructura narrativa débil y un protagonista que hacía malabares para tratar de mantenerla en pie. Y, aunque por momentos lo lograba, Jeremy Renner era incapaz de producir el mismo interés y la empatía que generaba Matt Damon como Bourne.

Cuatro años después de este paso en falso, vuelve Jason Bourne, así, a secas, con el director británico a bordo y Damon como el atormentado agente de la CIA. La trama no es más que la excusa para una nueva colaboración entre los dos: mientras Bourne pelea contra sus propios fantasmas en la frontera entre Grecia y Albania, Nicky Parsons, su única aliada en este lío, lo contacta para informarle que, cuando hackeó algunos archivos de la agencia, descubrió que Richard Webb, padre de Jason, formó parte de la creación de Treadstone, programa al que perteneció su hijo. El acceso a este nuevo dato del pasado es el motor para poner en marcha y desplegar toda la maquinaria de acción imparable que ya es una marca registrada de la serie: personajes que se encuentran constantemente en movimiento, caminando por todos lados y alrededor de todo el mundo, con teléfonos y otros dispositivos que les permiten mantenerse en contacto y coordinar escapes espectaculares a pie o motorizados.

Jason Bourne es la vuelta de la cámara nerviosa y velocísima de Greengrass, de las intensas y violentas peleas cuerpo a cuerpo y de persecuciones de un nivel de espectacularidad demencial, como la secuencia de la manifestación en la plaza de Atenas o el final en Las Vegas, tan realista como delirante. Cada secuencia resulta toda una proeza de montaje y de claridad visual y narrativa por más embarullado que sea el plano, demostrando que la fórmula Bourne sigue funcionando, y de una forma puramente cinematográfica.