Jackie

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El dolor y las formas protocolares

La película desarma a su personaje en un contexto complejo. Referencias a Camelot trazan las analogías de un sueño compartido.

Es una buena oportunidad poder contrastar dos películas recientes de un mismo realizador. Porque Jackie funciona, casi, como un díptico con Neruda; ambas, del chileno Pablo Larraín. Las dos, biopics que comparten, si se quiere, un mismo espíritu de recreación, poética o mítica. Y sin embargo, sólo una de ellas sale bien parada.

Vale decir, mientras Neruda se enreda en la misma telaraña que esmeradamente construye, donde la fábula es preeminente, Jackie, por el contrario, arriba al mito casi sin habérselo propuesto. El camino dramático es inverso, como así también las implicancias formales: Neruda es rígida, reiterativa, discursiva; Jackie es diáfana, lúdica, sorprendente.

¿Cuáles son las razones por las cuales Larraín provoca el contraste? Podrían especularse, pero lo cierto es que Jackie responde a un cuño narrador que no se cree rimbombante, con el afán puesto en hacer avanzar la historia para arribar a un desenlace que no sólo resuelve sino que abre puntos suspensivos. Al revés, Neruda culmina con una prédica ampulosa, que estira hasta el hartazgo lo que no debiera explicarse.

Puestos de lleno en Jackie, la vida de Jacqueline Kennedy oficia como un resorte que retrata no sólo al personaje protagonista, sino también a su época. Desde el ardid de la entrevista, con Billy Crudup en el papel de un periodista receloso pero predispuesto a las objeciones de la otrora primera dama, la entrevistada recorre los días del episodio fatal, donde JFK es asesinado, pero desde los contornos. En este sentido, el film de Larraín aborda el hecho a partir de diálogos susurrados, confesiones solitarias, lágrimas retenidas, manchas de sangre reseca. Una combustión de momentos alterados que procuran un equilibrio entre el desquicio y la sujeción a la que obligan las formas protocolares.

A su vez, y sin detenimiento exclusivo, el film de Larraín es capaz de deslizar sutilmente observaciones respecto de la relación entre los Kennedy y los Johnson, así como de atisbarel carácter ambivalente de éste (vale completar la figura de Lyndon Johnson con el cortometraje profundamente crítico que el cubano Santiago Alvarez le dedicara en 1968: LBJ). La película es capaz de provocar un sismo dual: mientras está atenta al episodio traumático de la muerte del mandatario, sobreimprime la asunción del nuevo presidente y sus consortes.

Tamaño contraste repercute en quien fuera ama y señora de una Casa Blanca que ahora habitarán otros. Y esto es algo notable, porque produce un comentario irónico, que inevitablemente resuena ante el rol de algunas mujeres en su sujeción al poder patriarcal; es decir, ante la asunción del papel de "primera dama" como arlequín y adorno masculino. Pero cuidado, la Jackie de Larraín se sabe personaje de apellido adosado, y esto es algo que inevitablemente interpela, de cara a una costumbre institucionalizada que bien vendría desterrar.

En rasgos generales, la (de)construcción que de Jackie Kennedy practica el film es la de un bisturí que separa capas. Desde luego, en esto tiene que ver el hacer narrativo de Larraín ‑adepto al desmantelamiento del tiempo, con saltos de continuidad, capaz de lograr articulación entre escenas discordantes‑ y la muñeca de cera y acero que logra Natalie Portman. La Portman puede llorar, pero no por eso perder noción del lugar que ocupa, de la imagen que comunica, de las cámaras que la miran, del periodista que le pregunta. Serán varias las instancias a superar, las superficies que desarmar, para alcanzar un lugar verdadero, íntimo, por fuera de las veleidades. Es allí cuando aparece el mito. Y lo hace bajo el nombre de "Camelot", en tanto paraíso perdido, secreto de alcoba, melodía, alegoría multifacética.

En otro orden, hay un aspecto que logra sensibilizar de cara al gran actor que ha sido John Hurt, recientemente fallecido. Su caracterización del sacerdote confesor de Jackie no sólo permite revivir su figura y palabras. Cuando se le escucha, los parlamentos inevitablemente se confunden con su pronta muerte: habla desde una comprensión serena, nada fatal. El cine, intacto en su victoria contra el tiempo, permite al actor una sobrevida. Y él, profesional como pocos, le ha dado sabiduría.