Jackie

Crítica de Emiliano Fernández - CineFreaks

La confusión del poder.

Esta prodigiosa biopic sobre Jacqueline Kennedy esquiva los clichés del género y hace gala de un inconformismo excepcional dentro del Hollywood contemporáneo. Tanto el guión de Noah Oppenheim como la dirección de Pablo Larraín están orientados a evitar el bronce y complejizar las internas de los días posteriores al asesinato de John F. Kennedy…

Y Pablo Larraín lo hizo de nuevo, circunstancia que en términos prácticos prolonga la maravillosa racha que comenzó con No (2012) y continuó con El Club (2015) y Neruda (2016), todos films que a su vez superaron lo hecho por esa trilogía inicial compuesta por Fuga (2006), Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010). Jackie (2016) es el debut anglosajón del realizador chileno y lo que podría haber sido un simple trabajo por encargo del montón -al fin y al cabo, este es efectivamente un trabajo por encargo- se nos presenta como una obra personal y muy compleja, con muchas capas para examinar. De la misma forma en que la biopic sobre Pablo Neruda se apoyaba en un excelente guión de Guillermo Calderón, el cual obviaba el clasicismo rancio y opaco de los retratos modelo Hollywood, el esqueleto principal de la película que hoy nos ocupa es un extraordinario guión de Noah Oppenheim, punta de lanza de esta exégesis sobre la inefable Jacqueline Kennedy durante los días posteriores al asesinato de su marido John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963.

El inconformismo vuelve a ser la característica distintiva porque aquí no se le lava el rostro a nadie y se ponen a la vista los entretelones y roces de la presidencia del demócrata, el traspaso del poder a Lyndon B. Johnson (John Carroll Lynch) y la negociación para el funeral de Kennedy (Caspar Phillipson), siempre haciendo foco en las virtudes y flaquezas de Jackie (Natalie Portman), su familia, su círculo íntimo y los depredadores políticos de turno. A través de una línea temporal que comienza una semana después del magnicidio en Dallas, el film construye un relato basado en una serie de flashbacks y flashforwards en el que varias figuras no son llamadas por su nombre pero remiten a personajes reales: así tenemos conversaciones de la protagonista con un reportero/ Theodore H. White (Billy Crudup), Robert Kennedy (Peter Sarsgaard), un sacerdote/ Richard McSorley (último rol del gran John Hurt), la Secretaria Social Nancy Tuckerman (Greta Gerwig) y el confidente del matrimonio presidencial William Walton (Richard E. Grant), entre otros involucrados.

Portman, aquí entregando uno de los mejores trabajos de su prodigiosa carrera, concibe una Jacqueline bipolar que abarca en primera instancia ese ícono de la moda/ primera dama/ maniquí naif para el público en general, una faceta que contrasta con su personalidad puertas adentro y una cierta inteligencia que se vuelca hacia el nihilismo más profundo luego de la muerte de su esposo. Las dos caras de la mujer aparecen representadas por un lado vía el recorrido televisivo que ofreció con motivo de la restauración de la Casa Blanca, una obra encabezada por ella misma, y por otro lado mediante la entrevista con el personaje de Crudup en Hyannis Port, Massachusetts, un encuentro en el que queda asentado tanto el cinismo explotador y oportunista de la prensa como la pretensión política de edificar una elegía en torno al supuesto “legado” de la presidencia de Kennedy. De hecho, un pivote central de la película es su cuestionamiento de la memoria colectiva y las razones por las que sería recordado el mandatario, una jugada genial que suma al desconcierto de la etapa.

Entre la crisis de los misiles en Cuba y la mera existencia de una troupe de “gente linda” que copó la administración estadounidense a principios de la década del 60, la propuesta analiza la búsqueda vacilante de una respuesta por parte de la familia Kennedy en los acontecimientos previos y en esa potencialidad echada a perder que persiste a posteriori de todo óbito, un sentimiento que recorre la trama no bajo la forma de una marcha mortuoria tradicional sino más bien en sintonía con una confusión y/ o sacudida que nadie esperaba, en función de la cual queda tambaleante una de las democracias presuntamente más “estables” del opulento hemisferio norte. Los desacuerdos entre Jackie y los representantes de Johnson alrededor de los cortejos fúnebres, al igual que las idas y vueltas de la propia protagonista en lo que atañe a los preparativos necesarios, son utilizados como marcos conceptuales para comprender la ridiculez y soberbia del poder, un esquema controlado por una oligarquía de parásitos sociales que pretenden el dominio perenne y total de la realeza.

A contrapelo de esas biografías homologadas con las epopeyas por demás ingenuas, cuya meta es “humanizar” a los retratados a través de los mismos mecanismos narrativos convalidantes de siempre, el opus de Larraín apuesta a crear un camino aparte en el que un pulso onírico y por momentos abstracto se combina con una angustia arrastrada desde lejos y carente de resolución, vinculada al fallecimiento de los dos hijos de la pareja, Arabella y Patrick, y el dolor de tener que comunicarles a sus otros dos retoños, Caroline y John Jr., el deceso de su padre. El carácter manipulador de Robert, el fantasma de Abraham Lincoln y la sensación generalizada de peligro, que se magnifica luego del homicidio de Lee Harvey Oswald dos días después de la muerte de Kennedy, son otros puntos importantes de un lienzo que hace maravillas en sus apenas 100 minutos de duración, demostrando que no hacen falta horas de verborragia redundante para construir un retrato certero y abarcador de una figura social. Jackie pone el dedo en la llaga del estupor del saberse ya no idealizado…