Jackie

Crítica de Beatriz Molinari - La Voz del Interior

El chileno Pablo Larraín logra un estupendo trabajo de Natalie Portman en una película sin vuelo narrativo.

Un primerísimo del rostro de una mujer inicia la película de Pablo Larraín, Jackie. Para la platea adulta queda claro que la dama triste que camina hacia la cámara es Jacqueline Bouvier Kennedy, viuda de John Fitzgerald Kennedy.

El magnetismo del personaje histórico se potencia con la fotogenia y el trabajo actoral de Natalie Portman, un hallazgo para la interpretación de la mujer que presenció el asesinato de su marido el 22 de noviembre de 1963 en Dallas.

El guionista y periodista Noah Oppenheim reescribe los días siguientes a la muerte de Kennedy, con la estrategia de la entrevista a Jackie, quien encuentra en esa conversación, la posibilidad de crear algo propio, a partir de la memoria de sí misma y de esa especie de Reino de Camelot (la fortaleza del Rey Arturo) como se identificó el momento político del presidente demócrata.

Larraín relaciona una visita guiada por la Casa Blanca restaurada, episodio previo al asesinato filmado en blanco y negro, con el entierro, el cambio abrupto de estado de Jackie y su voz narrando. El gesto intenta establecer el mito sin fisura. Aporta a esa construcción la figura de Abraham Lincoln, también víctima de magnicidio. La casa es el lugar donde vivieron dos mandatarios venerados.
La película no se aparta de la viuda. "Creen que soy una tonta. Me conformo con una historia creíble", dice a su interlocutor. Jackie habla también con su cuñado Bobby Kennedy (Peter Sarsgaard) y con el sacerdote (John Hurt).

La postal es de una soledad infinita cuando camina por la casa donde, presurosos, los responsables de la nueva administración embalan las cosas de la familia Kennedy. Mientras la cámara merodea por los salones lujosos, hay flashes del asesinato.

Conmueven las escenas silenciosas de Jackie frente al espejo, con el rostro y la ropa ensangrentados. El paralelismo con Lincoln alcanza el cortejo, en el material gráfico de la época. En ese zapping temporal, el director sigue a Jackie caminando a tropiezos por el cementerio donde elige el lugar para la tumba, o junto a sus hijos.

Hay en la película una reconstrucción fiel de los documentos de aquellos días, mientras, en registro intimista, ficcional, Larraín acerca la cámara a la viuda. "Nunca quise ser famosa", dice, con el vestido negro que instaló una tendencia en la moda mundial. Jackie tararea la canción popular que le gustaba a JFK y concluye: "No habrá otro Camelot". En la película de Larraín, la literalidad acompaña al personaje sin variaciones o sorpresas.