Jackass para siempre

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

La inventiva al servicio de la estupidez

“Hace veinte años hicimos por primera vez esta prueba, y ahora vamos a repetir esta estupidez”, dice en un momento de Jackass por siempre su alma mater Johnny Knoxville. La “prueba” consiste en colocar a uno de los muchachos de la troupe surgida hace más de dos décadas en el programa de MTV que cimentó las bases para cuatro películas posteriores –y dos versiones extendidas lanzadas directamente al mercado hogareño– contra una pared, munido únicamente de calzoncillos y un protector testicular. Todo para que el luchador de UFC con el récord de la piña con más fuerza (similar a la del choque de un auto, según dice Google) le pegue en las bolas. A eso le sigue la llegada de una jugadora de softbol profesional que le arroja una pelota directo a la entrepierna y, luego, la de uno de sus compañeros con un bastón saltador para, claro, impulsarse con todas sus fuerzas sobre ese mismo lugar.

Poco ha cambiado en la dinámica de Knoxville y compañía, quienes siguen a pies juntillas la fórmula que vienen aplicando desde las tres temporadas emitidas entre 2000 y 2002 en el canal musical que no pasa música. Una fórmula que podría reducirse, básicamente, a un grupo de boludones –veinteañeros en su momento, cincuentones con canas ahora– maltratándose por el solo placer de hacerlo mediante desafíos extremos de toda calaña, desde pruebas físicas hasta asquerosidades como meterse a un baño químico lleno de excremento mientras una grúa lo levanta y lo da vuelta o tomarse un buen trago de semen de cerdo.

El menú de Jackass por siempre –dirigida, como la serie y todas las películas anteriores, por Jeff Tremaine– incluye una rampa humana donde los muchachos se apilan en el piso como base de una tabla que funcionará como plataforma de despegue para motos, bicicletas y skates, elevarse con un cañón y caer a un lago con unas alitas de pluma, entrar disfrazados de integrantes de una banda musical por uno de los laterales de una máquina de correr para que los lance contra una pared. También arrojarse de panza sobre cactus o utilizar ventiladores que generan vientos de 150 kilómetros por hora como impulsores de un paracaídas para levantar vuelo y terminar estrolados contra el piso. Y, la cerecita del postre, intentar generar una explosión subacuática en una suerte de féretro de vidrio utilizando el gas metano de los pedos. ¡Y funciona! Jackass, entonces, como la inventiva al servicio de la estupidez.

No es descabellado pensar todo eso como, además de pruebas de destreza, una manera de hacer de la travesura adolescente ampliada por el registro público una manera de habitar y relacionarse con el mundo. Y de pasarla bien, pues puede decirse cualquiera cosa contra ellos, menos que no se divierten. Es cierto que los muchachos están grandes, lo que explica la inclusión de nuevos integrantes dispuestos a dejarse picar por un escarabajo, “besar” a una víbora venenosa sin emitir sonido alguno o embadurnarse los genitales con miel y carne para que un oso le tire unos buenos lengüetazos. Tan cierto como que en la película abundan pedos, vómitos, pinturas, culos, patadas, insectos, piñas, bicicletas, skates, toros, motos y sudor. Todo chocado, untado, pegado o desparramado sobre gordos, flacos, enanos, blancos y negros dispuestos a golpearse hasta más allá de lo soportable. Jackass funciona, entrelíneas, como una celebración de lo deforme, de lo físicamente contra hegemónico, mediante esos cuerpos que se pasean en bolas sin ningún tipo de prurito.

Ellos son amigos y sus películas, ésta incluida, un modo masoquista de entender la amistad masculina. Porque de eso se trata, de una larga joda sabatina motorizada por la alegría del golpe ajeno que valida que el slapstick se dobla pero no se rompe: no importa cuánto avance la tecnología, qué tan rápido podamos comunicarnos o cómo evolucionen las cámaras, una piña en el momento justo y en la parte de cuerpo indicada fue, es y seguirá siendo cómicamente imbatible.