Jackass: el abuelo sinvergüenza

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

La agudeza de la flatulencia

Habitualmente el mundo Jackass estaba integrado por una serie de piruetas absurdas que ponían en riesgo el físico y que tenían un fuerte componente cómico: detrás de la escatología de la mayoría de esas peripecias, había una impronta enérgica, una postura rupturista y mucho sentido del timing. Las películas amplificaban eso hasta llevarlo a límites delirantes como vimos en la tercera entrega. Jackass presenta: el abuelo sinvergüenza es un paso adelante en un sentido narrativo, porque si bien continúa apostando por momentos a situaciones de un slapstick brutal -y es cuando mejor funciona la película-, construye estos episodios con cámaras ocultas que van generando boyas dramáticas para un relato que está por encima y que es una road movie compartida entre un abuelo y un nieto a través del territorio norteamericano. Y si bien se siente en el film de Jeff Tremaine un poco de falta de originalidad (la película se parece mucho a lo que propone Sacha Baron Cohen), cuando deja la pereza del chiste berreta de cámara oculta y apuesta por hacer de su humor una catapulta contra lo más aberrante de la cultura Americana, da en el blanco con notable precisión.
Por más que apuesta a la escatología constante y al chiste sexual recurrente, la película no es perezosa y eso está claro, hay varios ejercicios y experimentos formales dando vuelta por aquí. El más notorio es el de intentar construir una ficción alrededor de múltiples cámaras ocultas. Darle un sentido a esto parece sencillo, pero no es tan fácil: las reacciones de la gente ante lo que ocurre son indispensables para que ese recorrido que hacen los personajes tenga algún sentido. Y además requiere un trabajo de montaje bastante agudo. Jackass presenta: el abuelo sinvergüenza logra en la mayoría de los casos sorprender, tanto afuera como adentro de la pantalla porque -marca de fábrica de Johnny Knoxville- lleva los límites un poco más allá. Y tipos como Knoxville o Baron Cohen se aprovechan de lo asombrosamente idiota, embrutecida y conservadora que puede ser buena parte de la clase media del interior norteamericano.
El problema de la película, en todo caso, es que esa ficción que se construye por encima del relato es bastante básica y apela a un sentimentalismo ramplón. Y que, por momentos, Tremaine y Knoxville se alejan de la premisa original de romper todo y se contenten con algunos chistes menores e indignos hasta para un programa televisivo de cable con pocas ganas de trabajar.
Resulta casi imposible no pensar en Borat, Brüno o El dictador cuando uno ve Jackass presenta: el abuelo sinvergüenza. Pero si algo tiene a favor el trabajo de Knoxville contra el de Baron Cohen, es que en el jackass hay una intención menos ambiciosa que en el británico. Cohen quiere ser un Chaplin del bajo mundo, y detrás de toda su osadía germina una posibilidad de decir algo importante o trascendente sobre el planeta. Knoxville, por el contrario, se contenta con que el chiste sea lo más efectivo posible, apuesta casi a la reunión de amigos y si en el camino se dice algo, mejor: por eso que muchos de sus gags dependen de dispositivos mecánicos -un jueguito para niños en un mercado, un airbag-. Lo mejor del film depende de dos variables: 1- el chiste repentino que lleva a la carcajada; y hay un diálogo perfecto entre el abuelo y su nieto al respecto, que deja en evidencia además que acá hay gente que entiende la comedia; 2- cuando esa agresión física lleva intrínseca una demostración cabal de la desintegración social de una cultura demasiado creída de su superioridad moral. Por ejemplo, la reacción de un grupo de personas ante la cagada que deja el protagonista en la pared de una cafetería da la idea de que ahí puede ocurrir cualquier cosa -incluso lo peor- y nadie se sorprende demasiado.
Pero lo mejor mejor llega casi sobre el final, con el abuelo y su nieto involucrándose en un concurso a lo Little Miss Sunshine, que no sólo es memorablemente cómico, sino que exhibe lo aberrante de esos espacios y que -autoconscientemente- reescribe, minimiza y deja en ridículo a aquella película indie pretendidamente cool. Casi se podría decir que la película justifica su visionado exclusivamente por esa secuencia perfecta.