J´accuse

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

La premiere de El oficial y el espía, como aquí se bautizó a J’accuse, tuvo sus repercusiones inmediatas. Fue en el Festival de Venecia, cuya presidenta en 2019 fue Lucrecia Martel, que se excusó de prestar presente en la gala oficial, pero sí vio el filme, debido a las acusaciones de abuso sexual sobre el director, Roman Polanski. El realizador ya por entonces manifestaba que no le era ajena la persecución que cuenta la película que, finalmente, obtendría el Gran Premio del Jurado hace dos años en la Mostra.

Los temas que aborda El oficial y el espía, como la rectitud y el lugar de prestigio que ostentaba el Ejército y el antisemitismo en la Francia de 1895, tienen ahora con el filme de Polanski, una nueva mirada.

Alfred Dreyfus (Louis Garrel, de Los soñadores, Amante fiel) fue un joven capitán, judío, al que ni bien arranca la proyección, vemos ser destituido de sus rangos en una humillante ceremonia militar, ante todos los soldados y condenado como espía, luego de que el consejo de guerra lo acusa de alta traición por difundir secretos a los enemigos. Enviado a la cárcel en cadena perpetua a la Isla del Diablo, muchos tenían dudas acerca de si era o no culpable.

Polanski cuenta la historia desde el punto de vista de Georges Picquart (Jean Dujardin, Oscar al mejor actor por El artista), el teniente coronel que fue uno de los maestros de Dreyfus. Las vueltas de la vida hacen que lo nombren al frente de los Servicios Secretos. El secretario de su antecesor le niega como puede acceder a archivos secretos.

Algo huele a podrido. Y Dreyfus sostiene que es inocente.

Picquart debe tomar otro caso de espionaje, en el que Esterhazy estaría pasando información militar a un oficial italiano con el que tiene relaciones.

Allí es cuando la película se vuelve un thriller de espionaje, con detectives y sirvientas siguiendo pistas y entregando cartas, vigilando movimientos, y es donde, si en algún momento del filme se encuentra el alma del mismo, es ahí.

El otro momento, claro está, será cerca del final.

Supongamos que el lector no está al tanto de las implicancias que tuvo el caso Dreyfus, ni los vaivenes de la historia que llevó a Émile Zola a escribir un alegato en forma de carta abierta al entonces presidente de Francia, Félix Faure, en favor de Dreyfus, y que el diario L’Aurore publicó en su primera plana. Si Dreyfus era inocente, y el culpable era Esterhazy, ¿no todo era fácil de resolver?

No.

Extrañamente para una película del director de Búsqueda frenética y Barrio Chino, la falta de suspenso y cierta lentitud por momentos asombran. Como si Polanski hubiese puesto piloto automático, confiando en que con contar la historia le alcanzara para promover inquietud en el espectador.

No corrió riesgos desde lo formal y se reforzó en su habitual director de fotografía, Pawel Edelman, y con la música que compuso Alexandre Desplat, pero más aún apostó a su elenco.

Garrel tiene el personaje más ambiguo, pero al centrarse en Picquart mucha de la atención está allí, sobre las espaldas y los bigotes de Dujardin, que se muestra seco, contenido, pero expresivo a la vez. La esposa de Polanski, Emmanuelle Seigner, es la amante de Picquart (en una ramificación que no aporta mucho al tronco) y Mathieu Amalric como el grafólogo que compara la caligrafía en las cartas de Dreyfus y Esterhazy está, sencillamente, estupendo.