J´accuse

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

Emile Zola fue un escritor francés, a quien se lo considera el padre del naturalismo, vertiente literaria cuyo interés era interpretar los comportamientos humanos, a modo de comprender la vida de este como un animal social regido por leyes que explican sus actos y decisiones. Dicho enfoque es el que propulsó su participación en la revisión judicial sobre el proceso contra Alfred Dreyfus, vinculación que le costara el exilio de su país. Zola había firmado el artículo “Yo Acuso”, en 1898, revelando un escándalo que sacudiría los cimientos políticos de una Francia atravesando la época de la Tercera República, el régimen republicano en vigor por entonces.

Estas coordenadas históricas, políticas y sociales son las que rescata el nuevo film de Roman Polanski, una precisa adaptación de época que descansa en la habilidad como narrador del realizador franco-polaco para atrapar al espectador, a través de una detallista reconstrucción de los hechos que nos muestran a una nación dividida, y a una sociedad en cuyo núcleo latía un profundo antisemitismo, convirtiendo al caso en un símbolo de la indefensión de un hombre inocente frente a la corrupta maquinaria del Estado, en donde todas sus instituciones en apariencia intocables y de gran tradición, desde los círculos policiales y el estrado judicial hasta la cúpula militar, se encontraban viciadas en consonancia con la nicotina que las bocanadas de humo de sus popes expelían. Monumentos republicanos al comando de hombres con la impunidad suficiente como para tergiversar pruebas judiciales y ocultar la auténtica verdad acerca de lo ocurrido. Son personajes realmente siniestros quienes controlan los hilos del poder.

En una ampulosa ceremonia, el ejército despoja de su arma y atuendo al judío Alfred Dreyfus (Louis Garrell), acusado de espionaje y traición. Es enviado a la Isla del Diablo, un asentamiento penal de la Guyana francesa, inserto en una selva impenetrable, sin posibilidad alguna de escape y considerado el peor castigo en vida: las pésimas condiciones sanitarias que sufrían los prisioneros allí, desde criminales a presos políticos, le ganó semejante mote. A golpes de reloj, como latidos de corazón que puntúan la existencia de un hombre, el tiempo pasa y las esperanzas del joven parecen desvanecerse.

Los dobleces morales de esta historia se nos presentan mediante flashbacks que preceden antiguas técnicas de fundido, en búsqueda de restituir fragmentos acerca de los eventos, desde el exclusivo punto de vista del teniente Georges Picquart (Jean Dujardin), líder del movimiento de contrainteligencia y encargado de sacar a la luz la verdad. El elemento del crimen es una carta manuscrita, supuestamente falseada. Colocando su ética y pundonor laboral al servicio de recuperar el honor quebrado de su defendido, el coronel cumplirá un rol fundamental. Se expondrá con valentía al interminable laberinto de mentiras que le sobrepasa, participando de los acontecimientos desde la sentencia judicial, en 1894, hasta la liberación del inocente culpable, doce años después.

La obtención de premios y nominaciones en prestigiosos festivales internacionales, como el Festival de Venecia, los Premios César, los Premios del Cine Europeo, los Premios David di Donatello y los Premios Goya, hacía suponer que la película obtendría el beneplácito unánime de la crítica. Sin embargo, y por extrañas razones, parecía la historia repetirse y trazar una parábola con inmenso poder metafórico: ¿estábamos siendo testigos de un caso Dreyfus contemporáneo espejado en las turbulentas encrucijadas en las que se encontraban su director? Inseparable resulta el hombre del artista, y Roman Polanski supo, durante gran parte de su vida, ocupar el lugar de acusado.

Meses antes del estreno, enfrentó nuevas acusaciones de abuso sexual en EE UU, un país que ha pedido su extradición desde la primera acusación que sufriera, y por la que fuera condenado, en 1977, antes de fugarse a Europa. Era esperado, el boicot a su flamante estreno no se hizo esperar, desapareciendo de la cartelera francesa con extraña rapidez. La polémica acababa por encenderse y las aguas volvían a dividirse entre detractores y defensores. Sin embargo, resulta interesante analizar la analogía que tejen con su historia de vida, las cruentas historias llevadas a la gran pantalla por el cineasta. No resulta en absoluto casual el lugar cronológico que determinadas obras ocupan en la dilatada carrera de Polanski, presentando puntos de inflexión notorios.

Uno puede pensar que la violencia psicológica que habitaba en su brutal versión de “Macbeth” (1971), provenía de la atribulada mente de un director que había perdido a su compañera sentimental, la actriz Sharon Tate, víctima del culto satánico perpetrado por la secta de Charles Manson. No menos autorreferencial resulta la galardonada “El Pianista” (2002), a modo de exorcizar los fantasmas de un pasado que había atravesado los campos de concentración en Polonia, bajo el dominio nazi. Que tal pensar en los sentidos implícitos de “El Escritor Fantasma” (2010), en donde su protagonista era acusado de crímenes de guerra y enfrentaba un injusto proceso judicial que mancillaba su reputación: Polanski realizó el montaje de esa película desde una prisión en Suiza.

Si un autor cinematográfico trasluce a través de sus films una mirada coherente del mundo, expresando sus más íntimas inquietudes y obsesiones, podríamos dimensionar la trayectoria artística del director bajo la lupa, a través de la instrumentación ideológica que esta propensa. Colocándose en la piel del vilipendiando Dreyfus, humillado por la propia nación a la que entregara su honesta condición, Polanski probablemente ejercite un último intento de no ser devorado por la moderna hoguera de las vanidades.