J´accuse

Crítica de Marcelo Zapata - A Sala Llena

El antisemitismo francés de finales del siglo XIX donde se enmarcó el “caso Dreyfus” (extendido entre 1894 y 1906), no fue solamente el rasgo vergonzante de una sociedad y una cultura sino un “importante concepto político” asociado a la Iglesia, como lo señaló Hannah Arendt en “Los orígenes del totalitarismo”. Así lo consideraba, por ejemplo, el escritor católico Georges Bernanos, el mismo que llenó de curitas rurales su literatura y que años después pronunció una de las frases más infames que registra la historia: “Hitler deshonró el antisemitismo”. Es decir, el nazismo y sus crímenes fueron el “exceso” de un concepto político legítimo.

Pero Bernanos no fue el peor de los antisemitas; lo precedió, con mayor virulencia, el periodista, ensayista e historiador católico Édouard Drumont, auténtico precursor de “Mein Kampf” con su infame libro “La France juive” (“La Francia judía”, 1866), y por quien Bernanos jamás ocultó ni su admiración ni su defensa: a él le dedicó el libro “La grande peur des bien-pensants” (1931). La verba inflamada de Drumont, quien en 1890 fundó la Liga Antisemita Nacional de Francia, no terminaba en los círculos intelectuales parisienses sino que gozó de amplio eco en las clases populares, aquellas que en los films sobre el caso Dreyfus se apiñan para gritar a coro “Muerte al judío” durante la ceremonia de degradación.

“Bernanos tiene indudablemente razón por lo que se refiere al populacho”, escribe Arendt en la obra citada. “Había sido ensayado previamente en Berlín y en Viena por Ahlwart y Stoecker, por Schoenerer y Lueger, pero en ningún lugar resultó su eficacia más claramente probada que en Francia”. Y sobre la colaboración de la Iglesia con esa corriente ideológica en Europa expresa: “Fueron los jesuitas quienes siempre habían representado mejor, tanto por escrito como verbalmente, la escuela antisemita del clero católico. Este hecho es en amplia medida consecuencia de sus estatutos, de acuerdo con los cuales todo novicio debía probar que carecía de sangre judía hasta la cuarta generación. Y resultado de que a comienzos del siglo XIX la dirección de la política internacional de la Iglesia hubiera pasado a sus manos”.

El valioso, desencantado film de Roman Polanski J’accuse posee un concepto en común con la obra de Hannah Arendt, aunque tal vez en sentido inverso: el de “la banalidad del bien”. Así como la autora de “Eichmann en Jerusalén” definió al nazi al que juzgaban como un burócrata, un hombre gris que hablaba de los crímenes contra la humanidad como si lo hiciera de un mero trámite, lo que ella formuló como “la banalidad del mal”, en la reivindicación que hace Polanski de Dreyfus tampoco existe la exaltación del heroísmo y de la función reparadora de la historia que había en muchas de las películas previas, sobre todo las de Hollywood: es un expediente revisado, y sólo a medias, porque se le otorgó un indulto y no un nuevo fallo que lo declarara inocente.

[Lo que sigue hasta el final de este párrafo es un spoiler: el lector puede saltearlo hasta el inicio del próximo, pero es preciso mencionarlo para completar la idea de la “banalidad del bien” en Polanski]. A Dreyfus, una vez reincorporado al Ejército en un acto más bien frío, deliberadamente poco emotivo, no le preocupan los honores; sólo que le reconozcan el ascenso que burocráticamente perdió durante los años que pasó encarcelado. Y ni eso logra. Un final impresionante.

El relato de J’accuse no difiere demasiado de sus antecedentes cinematográficos en su línea narrativa, aunque sí en el tratamiento de esa historia. El oficial Alfred Dreyfus (Louis Garrel) es injustamente condenado por traición a la patria tras la acusación de haber vendido secretos militares a los alemanes. Como judío, es el chivo expiatorio de los altos mandos, y aunque entre los generales, jueces y ministros son pocos los que creen en su culpabilidad, y menos aun con el correr de los días, termina degradado y prisionero en la Isla del Diablo, en el Caribe, durante largos años. En ese período tuvo lugar la famosa carta abierta “J’acusse”, que Émile Zola publicó en la primera página del diario L’Aurore, en la que clamó por la inocencia de Dreyfus ante el presidente de la República, Felix Faure, que poco caso le hizo (Faure fue el que murió por excesos eróticos en el palacio del Elíseo, y al que hoy en Paris recuerda una calle y una estación de la línea 8 del metro. Dreyfus sólo tiene una placita, en la avenida Émile Zola).

Hay un personaje clave en la película de Polanski, cuya contrastante caracterización con la que tuvo en versiones anteriores permite apreciar bien la mirada diferente del director de El pianista. Se trata del coronel Georges Picquart (Jean Dujardin), el único aliado con el que contó Dreyfus durante el proceso, el único que se propuso demostrar, en vano, su inocencia, y desenmascarar al auténtico traidor, el comandante Ferdinand Walsin Esterhazy (Laurent Natrella).

Pero Picquart, protagonista de la novela de Robert Harris “An Officer and A Spy” (2013), sobre la que se basa el guión del film, es un antisemita más. En una de las primeras escenas, Dreyfus, alumno de Picquart en la escuela militar, le pregunta por qué recibe bajas calificaciones, y si eso tiene que ver con su condición de judío. “Seré honesto con usted”, le responde Picquart. “No me gustan los judíos, pero no permito que eso condicione mi juicio”. A lo largo del film, la lucha del coronel por demostrar la inocencia de su subordinado carece de épica: lo hace porque, una vez que descubre la cama que le tendieron a Dreyfus, así se lo impone su sentido de justicia, aunque no hay cosa que le pese más.

En La vida de Emile Zola de William Dieterle (1938), film protagonizado por Paul Muni en el que el caso Dreyfus ocupa toda la segunda mitad, Picquart no sólo actúa de manera heroica y neorromántica, en consonancia con el estilo de la película, sino que, antes de desatarse el caso, es el único oficial del ejército que aprueba la literatura de Zola, a la que el resto de sus camaradas desprecia y pretende prohibir.

Algo similar ocurre con Picquart en “I Accuse” (1958), de y con José Ferrer, y guión de Gore Vidal, aunque en este caso se trata de una película sólida, heroica pero sin una pizca de romanticismo, que hasta contiene una escena en la que Dreyfus manifiesta la pérdida absoluta de su fe en la república y se muestra deseoso de obtener el indulto, aunque se lo desaconsejen. Otra diferencia entre las tres versiones (son muchas) es la semblanza del verdadero traidor, Esterhazy, al que las dos primeras muestran como un villano refinado y culto (la versión Ferrer empieza con él y sus citas en la embajada alemana), mientras que Polanski apenas le reserva un papel secundario, el de borracho putañero.

Con excepción del pionero Georges Méliès quien, en 1899, cuando el caso aún seguía su curso, realizó una serie de cortometrajes en los que expuso la inocencia de Dreyfus (Méliès, junto con Anatole France, Emile Zola y Georges Clemenceau, fue una de las pocas figuras públicas que se encolumnaron entre los “dreyfusards”, contra la enorme mayoría de los “antidreyfusards”), los cineastas franceses dejaron que Hollywood se ocupara antes del caso en los films mencionados. Nadie tenía prisa. Recién en 1975 Yves Boisset, con libro de Jorge Semprún, realizó su propio “J’accuse” con formato de telefilm, e incluyó algunos de los personajes omitidos por el cine, como el mencionado antisemita Drumont, con quien comienza la película. Aparentemente, el tema seguía siendo incómodo en un país que hasta en 2005 contaba con una sociedad literaria llamada “Los amigos de Édouard Drumont”.

Finalmente, hay quienes sostienen que Roman Polanski (inclusive él mismo, de forma indirecta en un reportaje) rodó esta película como reflejo de su situación personal ante la justicia y en especial la opinión pública, esa fuerza que protestó violentamente durante la entrega de los César de hace dos años y lo obligó a ausentarse. Lo mismo ocurrió en el Festival de Venecia cuando la presidente del Jurado, Lucrecia Martel, manifestó que no quería ver esta película en la sala, y que sólo por obligación lo haría en algún lugar privado. Sin embargo, nada hay en el film que permita interpretar eso de manera manifiesta.