J´accuse

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

"J'accuse – El affaire Dreyfus", de Roman Polanski: razones de Estado

Polanski narra el célebre caso de una manera clásica, elegante y fluida, en particular durante la primera mitad de la película, en la que el protagonista no es Alfred Dreyfus sino el coronel antisemita que lo despreciaba pero cuya investigación termina rehabilitando al acusado.

5 de enero de 1895. En el majestuoso patio de armas de la Escuela Militar, en París, con la Torre Eiffel de fondo, el capitán de artillería Alfred Dreyfus es degradado públicamente, no sólo delante de soldados y oficiales sino también frente a una masa ciega que lo insulta desde detrás de las rejas, como si fueran asistentes del circo romano sedientos de sangre. Condenado por un tribunal militar que lo encontró –“en nombre del pueblo francés”- culpable de alta traición, el hombre grita su inocencia, pero nadie lo escucha. Le arrancan todos los atributos de su uniforme, como si lo desnudaran. Un oficial sigue en detalle esa ceremonia de humillación con binoculares y les comenta fríamente a sus camaradas de armas: “Luce como un sastre judío llorando por el oro perdido”.

El prólogo de la película más reciente de Roman Polanski –ganadora del Gran Premio del Jurado en la Mostra de Venecia 2019, en la misma edición que consagró al Joker protagonizado por Joaquin Phoenix- plantea sus temas de manera ejemplar, con gran síntesis y elocuencia. El terrible peso de las instituciones sobre un hombre empequeñecido e inerme se hace sentir en esos agobiantes planos generales. De la misma manera, queda en claro el prejuicio que lo arrastró a ese ritual de escarnio: el antisemitismo.

A partir de allí, Polanski y su guionista Robert Harris toman una sabia decisión narrativa: Dreyfus (Louis Garrel), enviado ipso facto a la prisión de aislamiento de Isla del Diablo, para evitar que siga exclamando su verdad, pasa a ser apenas una sombra, en un perturbador fuera de campo. El protagonista en cambio será el coronel Picquart (Jean Dujardin), el mismo que hace ese odioso comentario racista y que –paradójicamente- será el encargado de reabrir y profundizar la investigación que terminará, escándalo político y social mediante, con la rehabilitación de Dreyfus, once años después.

Polanski –con 88 años recién cumplidos- narra de una manera clásica, elegante y fluida, en particular durante la primera mitad de las más de dos horas de duración de la película. Con Picquart nombrado sorpresivamente, incluso para él mismo, a cargo del Servicio de Inteligencia militar, su investigación da pie a una sostenida intriga policial, donde el antihéroe va descubriendo paulatinamente –por un sentido de deber profesional antes que por su sed de justicia- la iniquidad cometida contra Dreyfus en nombre la razón de Estado. Todo a su paso expresa la putrefacción que anida en el cuerpo del Ejército, desde la sórdida dependencia donde se fraguó la injusticia y que ahora él ocupa, hasta las pústulas que corroen la piel de su antecesor en el cargo, corroído por la sífilis. Y en la sociedad, poco y nada hay de la despreocupación y galantería de la supuesta Belle Epoque, salvo la nostalgia de algún “Déjeuner sur l'herbe”, al modo idealizado de Claude Monet.

Con una historia real plagada de juicios y apelaciones, era difícil sin embargo que J’accuse –aun evitando el proceso inicial- pudiera abstraerse de caer en el consabido drama legal, que a grandes rasgos ocupa una parte importante de la segunda mitad del film. Es allí cuando la investigación policial se vuelve intriga palaciega y donde el sólido clasicismo inicial -que remite al modelo de novela decimonónica que Polanski tan bien supo traducir en su versión de Tess (1979)- se vuelve un poco demasiado académico. Esto sucede, en parte, por los subrayados excesivos de la música de Alexandre Desplat y otro tanto por el despliegue de histrionismo de un elenco impecable, pero que asimismo carga con el peso de contar con ocho miembros “de la Comédie-Française”, como figuran mencionados en los créditos, a la manera del viejo “cinéma de qualité” francés que Polanski siempre defendió frente a la irrupción parricida de la “nouvelle vague”.

En cuanto a la supuesta identificación del autor con su agonista Dreyfus, y su consiguiente victimización, no hay nada en J’accuse que pueda dar pie a esa interpretación, salvo quizás un difuso cuestionamiento a la opinión pública, que suele condenar antes de que lo haga la propia justicia, y que incluso la condiciona. Sí hay, en cambio, una clara vinculación de J’accuse con la obra previa de Polanski y está en la creciente paranoia que se va apoderando del coronel Picquart. Y en el hecho de que –como sucedía con las y los protagonistas de El bebé de Rosemary, Chinatown, Búsqueda frenética o El escritor oculto- los paranoicos suelen tener razón. Las conspiraciones existen.