J´accuse

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La condición de inocencia

Como hiciese en ocasión de El Pianista (The Pianist, 2002), fundamentalmente señalando la generosa proporción de cómplices pasivos y activos con el nazismo en lo que respecta a los judíos del Gueto de Varsovia, ahora Roman Polanski en la prodigiosa El Oficial y el Espía (J’Accuse, 2019), su última película, va mucho más allá de la simple denuncia del antisemitismo que suele enmarcar a los films que han explorado el tristemente célebre Caso Dreyfus, como por ejemplo La Vida de Émile Zola (The Life of Émile Zola, 1937) o ¡Yo Acuso! (I Accuse!, 1958), optando en cambio por acercarse a la complejidad de la también admirable Prisionero del Honor (Prisoner of Honor, 1991), opus de Ken Russell sobre el mismo tópico: en su exhaustivo y fascinante análisis de la falsa acusación contra el Capitán Alfred Dreyfus (1859-1935) por parte del nauseabundo Ejército Francés de haber revelado secretos militares a Alemania, el polaco se mete con el enrevesado popurrí de factores que intervinieron a la hora de cristalizar el martirio del susodicho y el prolongado proceso que tuvo que atravesar tanto el Coronel Georges Picquart como el escritor Émile Zola para probar su inocencia; una colección del espanto que por cierto incluye al corporativismo fanático de la milicia gala, el nacionalismo acrítico y descerebrado de buena parte del vulgo, una burocracia estatal que tiende a replegarse en sus propias mentiras, la acción de supuestos expertos calígrafos que subrayan lo que sea que les pida el poder o sus propios prejuicios, la misma crueldad del sistema jurídico y penal de Francia, la influencia de una prensa amarilla dominante que incentiva la caza de brujas, el sustrato bastante ridículo y caprichoso de los servicios de inteligencia, la idiotez infantilizada/ condicionada de las clases populares, la inclinación del ser humano a buscar “chivos expiatorios” facilistas en todos los ámbitos y circunstancias, y finalmente ese odio delirante contra el pueblo hebreo que generó una infinidad de pogromos durante siglos a lo largo de toda Europa y más allá.

El guión del propio Polanski junto a Robert Harris, basado en la novela del segundo An Officer and a Spy (2013), comienza con la pompa ceremonial de 1894 de degradación de Dreyfus (Louis Garrel) y su reclusión en la Isla del Diablo, un centro penitenciario inhóspito y de características por demás inhumanas que pertenece a la Guayana Francesa. Pronto el Coronel Picquart (Jean Dujardin), quien fuera profesor de Dreyfus en la Escuela Superior de Guerra y veedor en el primer juicio contra el capitán, es designado por el General Gonse (Hervé Pierre), jefe máximo del Servicio Secreto, como el nuevo mandamás de lo que se dio en llamar eufemísticamente la “Sección de Estadísticas”, en términos prácticos la rama del servicio de inteligencia del Estado Francés encargada de vigilar y abrir la correspondencia de los agregados militares y diplomáticos extranjeros para evitar fugas de información sensible, debido a que la autoridad previa del sector, el Coronel Sandherr (Eric Ruf), está consumido por la sífilis. Apenas asume como el nuevo jerarca y recibe de parte de su segundo al mando, el Mayor Henry (Grégory Gadebois), toda la información en lo que atañe al trabajo cotidiano del sector, Picquart primero se entera cómo consiguen los telegramas, cartas y documentos oficiales varios en el caso de las autoridades alemanas (específicamente a través de la señora de limpieza de la embajada germana, la cual les entrega el contenido del tacho de basura una vez a la semana) y luego descubre horrorizado que el Mayor Ferdinand Walsin Esterhazy (Laurent Natrella) es el verdadero espía que vende secretos franceses a los enemigos, no el “perejil” circunstancial de Dreyfus (entre la basura robada el coronel encuentra un telegrama cuya letra es idéntica a la de una nota atribuida al capitán y utilizada en su condena, en esencia siendo el principal elemento acusatorio en ocasión de lo que fue un tribunal militar hiper sesgado por formar parte Dreyfus de la estirpe judía, lo que lo posicionó de inmediato como el sospechoso estrella).

Como el impresentable experto calígrafo que testificó contra el acusado, Alphonse Bertillon (Mathieu Amalric), reconoce que ambos trazos son iguales pero al mismo tiempo se inventa historias desquiciadas para seguir justificando la culpabilidad del capitán, Picquart recurre a las autoridades de turno, el General Boisdeffre (Didier Sandre), el General Billot (Vincent Grass) y el citado General Gonse, sin embargo de manera paulatina todos empiezan a destruir evidencia e inventar nuevas “pruebas” cuando toman conciencia de que reconocer la inocencia de Dreyfus equivaldría al desprestigio del Ejército Francés y a una merma de la confianza pública en la rama ejecutora del imperio, amén de un gran escándalo político. Decidido a no abandonar el asunto, sus superiores lo expulsan de París y dan comienzo a un periplo interminable que lo paseará por diversas guarniciones en Francia y el extranjero con vistas a garantizar su silencio, incluidos un persistente seguimiento, la apertura de su correspondencia personal, el allanamiento de su departamento y hasta la revelación de su affaire de larga data con Pauline Monnier (Emmanuelle Seigner), esposa de un miembro prominente de la oficina de Asuntos Exteriores, Philippe Monnier (Luca Barbareschi). El abogado Leblois (Vincent Pérez) conecta a un Picquart desesperado y ya cansado de la persecución y la impunidad castrense con editores de periódicos, senadores, diputados, columnistas, Mathieu Dreyfus (Nicolas Bridet), hermano de Alfred y militante incansable por su liberación, y Émile Zola (André Marcon), escritor de renombre que firma el famoso artículo ¡Yo Acuso…! (J’Accuse…!, 1898), un alegato en favor del capitán encarcelado bajo la forma de carta abierta al presidente de Francia Félix Faure y publicado por el diario L’Aurore en su primera plana, a su vez disparador de violencia, disturbios antisemitas y una serie de procesos judiciales farsescos para amedrentar a Picquart, Zola y el mismo Dreyfus, quien tendría un segundo juicio donde también sería declarado culpable de modo insólito.

Retomando la arquitectura retórica de encubrimientos, perfidia y mentiras institucionales de Búsqueda Frenética (Frantic, 1988), La Última Puerta (The Ninth Gate, 1999) y El Escritor Oculto (The Ghost Writer, 2010), su anterior colaboración con Harris, y el estudio de la delgada línea que separa a lo público de lo privado al punto de diluir toda frontera y dejar al descubierto los prejuicios de cada quien, esa comarca bien difusa que sopesó sobre todo en Macbeth (1971), Barrio Chino (Chinatown, 1974), La Muerte y la Doncella (Death and the Maiden, 1994), La Piel de Venus (La Vénus à la Fourrure, 2013) y Basada en Hechos Reales (D’Après une Histoire Vraie, 2017), Polanski en esta oportunidad no sólo consigue llevar a la pantalla grande una de sus obsesiones personales de siempre, el Caso Dreyfus, sino que lo hace de manera en verdad sublime, a la vez respetando cada uno de los pormenores involucrados y regalándonos un retrato abarcador que -como afirmábamos con anterioridad- ve al episodio en su conjunto desde distintas aristas, con una bienvenida astucia y evitando caer en reduccionismos históricos/ formales/ discursivos/ comunales que pidiesen volcar todo el relato hacia determinada perspectiva de análisis en detrimento de otra. Ahora bien, por supuesto que el film es subrepticiamente una nueva excusa camuflada para recuperar la temática que más ha interesado al director y guionista a lo largo de una trayectoria de lo más itinerante, léase los juegos de poder y sus consecuencias, un trasfondo semi autobiográfico que siempre está presente en la producción de Polanski por su misma condición de exiliado y por este doble rol de víctima/ victimario que lo acompaña desde el asesinato en 1969 de su esposa embarazada Sharon Tate por el Clan Manson y desde que en 1978 abandonase sin más su carrera hollywoodense y los Estados Unidos en general por la violación de una menor llamada Samantha Gailey, caso que eventualmente se resolvería en 1997 fuera del aparato procesal yanqui, arreglo monetario de por medio entre ambas partes.

Esta historia de secretitos barridos debajo de la alfombra y en simultáneo a la vista de todo el mundo, sumado al acoso desproporcionado y absurdo del que fue objeto el señor a lo largo de las décadas posteriores por parte de los cerdos de la corrección política, las imbéciles de las feminazis y diversos especímenes burgueses semejantes, le han concedido involuntariamente a la obra del polaco un manto macabro y visceral que se siente de modo muy patente en cada nuevo opus, detalle que por cierto maximiza lo que de por sí ya era un delicioso marco de perversión intimista/ pública que puede rastrearse sin problemas en su ópera prima, El Cuchillo bajo el Agua (Nóz w Wodzie, 1962), y en su sucesora, Repulsión (1965), propuestas que dejaban bien en claro el poderío narrativo subconsciente de un realizador que llevaba mucho más allá la dialéctica manipuladora y sardónica de Alfred Hitchcock y hasta de los popes del surrealismo de antaño. Apoyándose en una puesta en escena sobria acorde con el cine testimonial más clásico, en un ritmo perfecto en materia de la andanada de los acontecimientos y en un gran desempeño de Dujardin como Picquart, aquel de El Artista (The Artist, 2011), Möbius (2013), Conexión Marsella (La French, 2014), Un + Une (2015), Un Hombre a la Altura (Un Homme à la Hauteur, 2016) y La Chaqueta de Piel de Ciervo (Le Daim, 2019), Polanski construye una parábola magistral y muy agresiva acerca del fundamentalismo chauvinista, militarista y religioso y los demagogos que se escudan en la hipocresía y la tergiversación cíclica para llevar adelante agendas políticas que sólo los benefician a ellos mismos y a su séquito de lambiscones, esos diletantes de la infame “obediencia debida” cual autómatas sumisos sin conciencia ni voluntad propias. El pueblo como todo heterogéneo, por otra parte, tampoco termina con una buena imagen en el relato porque siempre aparece conformado por una manada de energúmenos que vitorean o condenan según las estupideces en boga entre las elites dirigentes, asimismo dejando en evidencia que la mesura, la imparcialidad y la verdad poco importan en las sociedades y administraciones modernas al momento de impartir justicia; basta con tener presentes estas mil vueltas para exonerar a Dreyfus y la ausencia de un mínimo castigo para el responsable real, Esterhazy, un antisemita porfiado producto de una época que parió al nazismo así como este último engendró al execrable Estado de Israel, propulsor a posteriori en Medio Oriente de las mismas políticas imperialistas y las mismas masacres y locuras cometidas por los alemanes durante aquella Segunda Guerra Mundial…