J. Edgar

Crítica de Diego Lerer - Clarín

Ciudadano Hoover

Extraordinaria biografía del despiadado director del F.B.I. con una gran actuación de DiCaprio.

Saber los secretos de los otros no es lo único que mantuvo a J. Edgar Hoover en la cima del poder político de los Estados Unidos durante casi medio siglo. Es cierto que el hecho de que el director del F.B.I., un hombre gris, obsesivo y paranoico, podía revelar las cuestiones más íntimas de los presidentes, debió ser atemorizante para todos ellos, de Roosevelt a Nixon, pasando por los Kennedy. Pero, también, Hoover logró lo que logró “desapareciendo” como persona física y convirtiéndose en una figura pública que tenía bastante poco que ver con la realidad.

Como en La conquista del honor , Clint Eastwood confronta otra vez la imagen pública con la privada. En este caso, la de un hombre que supo, quiso y pudo manejar los medios a su favor, con una realidad mucho más oscura, casi cercana a la de un Norman Bates, el personaje hecho famoso por Hitchcock en Psicosis y que tenía una relación por lo menos enfermiza con su madre. Hoover era el hombre que espiaba y se ocultaba, alguien cuya vida personal era desconocida y sobre la que el guión de Dustin Lance Black se centra, pero eligiendo una respetuosa distancia, como no queriendo hacer con Hoover lo que él hacía con quienes espiaba.

Ese es uno de los ejes principales de J. Edgar : contar la vida de Hoover a partir de la relación con su madre (una aterradora Judi Dench), de su dificultad para conectarse con las mujeres (Naomi Watts encarna a una potencial novia que se vuelve secretaria) y de su íntima amistad con Clyde Tolson (Armie Hamer), su segundo en el F.B.I. de toda la vida, con el que tuvo una relación más que personal, que Eastwood decide explorar hasta donde le parece adecuado y correcto. Lo demás quedará en cada espectador, no es la intención de Clint sacar del closet a alguien que no quiso nunca salir de ahí.

Si bien ése es el eje personal de este filme severo y oscuro, a Eastwood le interesa plantear otros dos, tan o más relevantes: la idea de la vigilancia, el miedo y la sospecha, que ha reemplazado, en la mente de muchos, a la “libertad” como matriz fundacional de los Estados Unidos, y que es tema que atraviesa la película desde los años ’20 (cuando Hoover descubre su “vocación” por encontrar comunistas donde sea) hasta su muerte. Si J. Edgar va y viene de los inicios de la carrera de Hoover al momento en que relata su biografía (en los años ’60), la lectura de la película la lleva a ser pensada desde el post 11 de septiembre de 2001. Esto es: se sigue sin aprender nada de la Historia.

Por otro lado, Eastwood juega con la idea del choque entre la realidad y la leyenda (tema clásico del cine histórico de Hollywood), mostrando a Hoover como alguien obsesionado por controlar su imagen, mintiendo acerca de su heroísmo y tratando de crear un personaje (el G-Man de las películas de Warner de los ’30, que Eastwood tanto admira y aquí cita) hasta en su propio dictado autobiográfico, en el que se atribuye arrestos y capturas que jamás hizo.

Sobre esos tres ejes, y mediante un recorrido histórico que tal vez sea algo complejo de entender fuera de los Estados Unidos (va de atentados políticos de 1919 hasta el espionaje a Martin Luther King, de la mujer de Roosevelt a los affaires de J.F.K., pasando por mafiosos de los ’30 y el secuestro del bebé de Charles Lindbergh), Eastwood arma un relato seco y riguroso, alejado de todo sensacionalismo, por el que hasta fue acusado de “humanizar” demasiado la figura de Hoover.

Es que en la piel de Leonardo DiCaprio –de excelente trabajo, pese a que su maquillaje al envejecer, como el de los otros actores, complica la credibilidad del asunto-, Hoover puede ser patético, cruel y perverso, pero también (a la manera de El Ciudadano , un filme que también es referencia en varios sentidos, narrativos, temáticos y visuales) una persona incapaz de darse cuenta de sus errores. El guión puede “psicoanalizarlo” un poco, pero Eastwood no lo justifica y, como es su costumbre, se mantiene alejado de todo subrayado innecesario.

En la que es su mejor película desde Gran Torino ( Invictus era algo naive, Más allá de la vida ligeramente new age), Eastwood vuelve a su clásica oscuridad fotográfica (¿recuerdan Bird ?), a la descripción de personajes indescifrables e individualistas, a la distancia justa. Si Hoover representa algunas de las peores tradiciones y herencias estadounidenses, Eastwood –mediante sus grandes películas- simboliza las opuestas: respetar al otro, vivir y dejar vivir.