Invictus

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Por el sendero del bien hacer

Un grupo de jóvenes blancos practica rugby en una cancha de Johannesburgo en 1994. La cámara se desplaza cruzando la calle y atraviesa una alambrada. En un improvisado potrero, jóvenes negros juegan al fútbol. De pronto, los dos grupos interrumpen el juego, mientras se escuchan voces vivando al recién elegido presidente Nelson Mandela. Los rugbiers tienen rostros preocupados y no pueden evitar su desagrado. Del otro lado, las expresiones son de admiración y esperanza. Aplauden el paso de su líder que pasa junto a la comitiva presidencial. Con esta simple puesta en escena, el veterano cineasta Clint Eastwood resume desde su clásico estilo, la situación social y política de ese momento, en un país profundamente dividido por las huellas de la lucha racial, mientras las expectativas de cambio parecen por primera vez favorecer al grupo racial tradicionalmente excluido.

Contra lo que pensaban blancos y negros, el flamante presidente, emblema de la lucha contra el apartheid, quien ha pasado más de veinte años preso, no tiene una actitud de revancha. Está convencido de que la única salida para la nación pasa por la integración y todas sus primeras medidas sorprenden en ese sentido: no despide a los empleados blancos sino que los incorpora a su propio grupo.

Sudáfrica atravesaba las secuelas de una guerra civil que intentaba superarse desde la instancia democrática y Mandela es el abanderado de esta instancia. Tiempos difíciles que coinciden con la inminencia del campeonato mundial de rugby, a disputarse en Johannesburgo en 1995. El flamante presidente sorprende entonces con su propuesta de transformar esta circunstancia en la oportunidad para superar al pasado del país.

Del deporte a la política

Estamos ante una nueva constatación de cómo el deporte unifica a las masas y también (como lo demuestra el reciente film “La Ola”) las manipula. ¿No ha sido así desde el circo romano? Sin embargo, aquí la intención proviene de la mirada ética de Clint Eastwood, en cuyo cine siempre se manifiesta la reflexión sobre la violencia y sus consecuencias. La mayoría de sus películas giran sobre esa constante (“Gran Torino”, “Río místico”, “El sustituto”, “Cartas desde Iwo Jima”, “Million Dollar Baby” o “Sin Perdón”, entre otras). “Invictus” tambien reflexiona sobre esta clave que obsesiona al director pero su misma anécdota inclina a equilibrar el drama con el espectáculo del deporte, aunque en su costado épico. La violencia aparece más alejada de la tragedia y más cercana al perdón. Y para transmitirlo, nada mejor que Mandela, un personaje histórico fascinante, interpretado por un excepcional Morgan Freeman. Se lo muestra en su rutina extenuante, buscando recursos para que el país salga de su crisis. Sobre su figura se recalca que “es un hombre con problemas de hombre”, con desdichas personales por su actividad que lo lleva a regir una familia de 42 millones de habitantes. Se muestra su vida austera, su amabilidad para con todos los que lo rodean y se recorre su antigua celda donde vivió como un asceta, sostenido en un profundo humanismo, nutriéndose de filosofía y poesía. Precisamente el título del filme “Invictus” es el mismo de un poema victoriano, cuya lectura sostuvo a este líder en los momentos más sombríos: “Soy el dueño de mi destino, el capitán de mi alma”.

Noble desde las intenciones, profunda en su discurso, “Invictus” es consecuentemente afín con las convicciones éticas del gran Eastwood, quien demuestra una vez más su maestría cinematográfica haciendo uso de ascético estilo.