Invictus

Crítica de Rodolfo Weisskirch - A Sala Llena

¿Adonde nos lleva la inspiración?

Generalmente se atribuye la inspiración a un fenómeno artístico. Un autor debe estar inspirado para escribir, crear, plasmar en imágenes sus sentimientos. Pero… en la vida real, ¿como un hombre puede inspirar a una nación a unirse en un único sentimiento? ¿Cómo se pueden dejar de lado las diferencias sociales, culturales, políticas, raciales, en post de un bien común?

Sí, parece una utopía. Nada une realmente a una nación, excepto un sentimiento compartido: apoyar hasta la victoria a un grupo de personas que nos representa.

Como bien sabemos los argentinos, el fútbol une multitudes. Pero este sentimiento es mundial. Y eso no es solo conocimiento popular, los políticos también lo saben. El deporte puede convertirse en un factor político, pero también en uno humano.

Invictus es una las más innovadoras películas de inspiración deportivas vistas en los últimos años. A diferencia de la gran cantidad de películas similares, inspiradas en hechos reales, donde un equipo mediocre llega a una final de un campeonato, uniendo grandes y chicos, razas, religiones, comunidades en un aliento único, la nueva película de Clint Eastwood ahonda en la esperanza, pero sin caer en el moralismo más obvio.

A simple vista, es fácil catalogar a la historia real de cómo Nelson Mandela, flamante presidente de Sudáfrica en 1995, decide unir a la población noble blanca con la población pobre negra a través de un equipo 90% blanco de rugby en un sentimiento compartido, como una lección de vida.

Pero Invictus va más allá. No se trata de una película donde uno o varios personajes reciben una lección, cual sentimiento debe servir como enseñanza al espectador. No hay villanos, no hay personajes que les ponen trabas a los protagonistas, la lucha, la energía de un hombre (Mandela) y un equipo va in crescendo hasta llegar al clímax donde se da el previsible final.

Cada elemento sirve como inspiración y los equipos no están unidos solo dentro de una cancha.

Eastwood, al igual que en Million Dólar Baby, construye una película que va más allá del mero evento deportivo. El personaje de Nelson Mandela, es la cabeza inspiradora de cuatro equipos simultáneos: su gabinete, constituido por ex ministros blancos del ex presidente De Klerk y sus propios ministros negros (con muy buena interpretación de Adjoa Andoh como la secretaria); sus guardaespaldas conformados, por miembros de ambas razas, subtrama de mayor y mejor desarrollo con soberbias actuaciones de intérpretes sudafricanos (especialmente Tony Kgoroge) , el equipo de rugby en cuestión liderado por el capitán Francois Pienaar (Matt Damon) y sobretodo los 42 millones de habitantes de Sudáfrica representados por los chicos de los barrios más pobres de la ciudad que juegan al fútbol y los aristocráticos blancos, rubios descendientes de los ingleses y holandeses.

Eastwood decide bajarles la pretensión a los personajes. No construye héroes de cartón que gritan frases motivadoras a lo William Wallace, si bien esa es la intención del guión. Sino les da una emoción genuina, humana, creíble y sin caer en agregarle dosis de sensibilidad o golpes bajos, efectistas. Eastwood, a diferencia de sus últimas obras, encara Invictus desde una posición un tanto más alejada de la que lo distinguió desde Río Místico. Decide no hacer énfasis en las guerras civiles post Apartheid y en cambio lo encara desde una faceta optimista que contrasta con la oscuridad y el moralismo de sus últimas y potentes obras. El director de Los Puentes de Madison narra con una intensidad envidiable. En vez de identificarse o tomar como referencia a Pienaar, como haría algún compatriota más joven, se identifica con la pasión y energía de Mandela, quien a medida que se entusiasma con su proyecto de sacar campeón al endeble equipo de rugby consolidando costumbres Apartheid con tradiciones de la población negra, y nunca olvidando el pasado, pero no usándolo como emocionante golpe de efecto, sino como parte de la inspiración. No hay subtrama ni elemento narrativo que este de más. Cada plano es motivador, tiene una belleza, y un cuidado interno en lo que respecta a puesta de cámara, fotografía, colores, que se alejan de los estereotipos televisivos o de la estética video clipera de las películas de futbol americano.

Eastwood mantiene paradójicamente un tono no dramático, sino seudo humorístico. Las miserias y contrastes sociales que vive la nación son mostradas desde un punto de vista objetivo, sin intentar regodearse en la pobreza para crear un estado lacrimógeno como lo hacen directores como Meirelles, Iñarritú o Boyle

Pero no se trata del optimismo de Capra, de Reitman, o la mayoría de los directores estadounidenses. No hay patriotismo barato. Se trata de inspiración real, y de tratar de reinvidicar, pero desde una arista humana, que es en sí su marca de autor, a los líderes, a aquellas personas fuertes, criadas para poner la otra mejilla y pegar en el momento justo, que tuvieron una vida dura, y que cada experiencia les sirvió a salir adelante ellos mismos y sacar adelante a su comunidad. De tal forma no sería demasiado alejado comparar al Mandela, ex boxeador, ex presidario, con alguno de los personajes que John Wayne haya interpretado para John Ford. No por nada, se suele comparar a Eastwood con Ford. No se trata solo de un gran narrador clásico, quizás el único que quede, sino por ser directores que siempre supieron desafiar las reglas, darles humanidad a personajes duros, hacer creíble al más noble estereotipo.

Tampoco es novedoso que Eastwood crea empatía del público hacia un equipo que tiene todas para perder. Recordemos que en Cartas desde Iwo Jima, se sabía que los japoneses iban a perder, pero el sentimiento de victoria y lucha hasta las últimas consecuencias, acompañado por un tono lírico, poético es contagioso y emocionante.

El guión de Anthony Peckham no tendrá una estructura original, pero tiene detalles sutiles: la simetría entre los guardaespaldas de Mandela y el equipo de rugby, la sombra de la prisión en cada comportamiento del mismo Mandela (no puede ver el Sol en la cara, no canta el himno de los blancos a pesar de inspirar al pueblo a hacerlo) y Eastwood decide no subrayar esos hechos.

Más allá de alguna subtrama no demasiada profundizada (por ejemplo la de la familia de Pienaar o la de la familia de Mandela) o alguna que otra frase hecha, especialmente al principio, no hay otras fisuras en el guión.

Morgan Freeman se pone en la piel de Mandela de forma sublime y creíble. No hace LA actuación para el Oscar, pero sin duda logra salir del personaje para darle una identidad propia. Matt Damon agarra un personaje chico, en sí, no demasiado complejo. Quizás su fama artística queda grande para un personaje así, pero es cierto, sin embargo, que logra bajar sus pretensiones, y es algo completamente diferente a lo que hizo anteriormente.

Que Eastwood maneje el ritmo con una solvencia increíble no es novedad, pero si llama la atención la virtualidad, dinamismo y tensión con que filma el último partido, poniendo cámaras en todas partes, realentando cada movimiento, especialmente cuando chocan ambos equipos y puede notarse como tiembla cada músculo del cuerpo, acompañado por un meticuloso trabajo sonoro.

La banda sonora con acordes que recuerdan a Gran Torino o Cartas desde Iwo Jima, es otra maravillosa marca distinguida de la última década de su director, que muestra su faceta como compositor, acompañado por su hijo Kyle (por otra parte, su hijo Scott participa dentro del equipo de rugby, no por ser el hijo como pensarían todos, sino porque realmente se parece al verdadero jugador) y Michael Stevens.

Todos estos elementos hacen de Invictus otro triunfo, otra victoria de su realizador. Un relato emocionante, tensionante, atrapante, inspirador. Magnífico.

Personalmente, como seguidor de eventos deportivos, especialmente futbolísticos y atento a los pasos de la selección de Maradona camino, justamente, a Sudáfrica, en una situación no demasiada diferente a la que tenía el seleccionado de rugby sudafricano, me pongo a pensar si en vez de criticarlos tanto, no sería hora de apoyar al máximo al equipo en las buenas y especialmente las malas. La inspiración es poderosa, y quien sabe, en una de esas veamos a Verón, cual Matt Damon, levantando la Copa del Mundo.