Invictus

Crítica de Leo Aquiba Senderovsky - ¿Crítico Yo?

Cada regreso de Clint Eastwood es una delicia para quienes amamos el cine. Últimamente, este placer se repite con mayor recurrencia. Con más de ochenta años, Eastwood se empecina en correr contra el tiempo y, hasta ahora, le viene ganando la pulseada, lanzando una película o más por año, y una mejor que la otra, algo que muy pocos realizadores pueden imitar. Además de la calidad superlativa de sus films, Eastwood se esfuerza en hacer de cada uno de sus últimos ejemplares una auténtica declaración de principios ideológicos. Así, el Walt Kowalski de Gran Torino, interpretado por Eastwood en su último papel frente a cámaras, un retrógrado veterano de guerra capaz de regenerar su modo de pensar y de establecer un férreo vínculo con una familia oriental, se emparenta en su resolución ideológica con Nelson Mandela, todo un símbolo en la lucha por la convivencia interracial.

A algunos les costará entender cómo un exponente histórico del western puede empecinarse en mostrar un discurso anti segregatorio. Lo cierto es que, más allá del conservadurismo que manifiesta el western en su constitución ideológica, hay una gran herencia de este género en las últimas películas de Eastwood. Mientras que en Gran Torino, Eastwood muestra a un anciano que aprende a convivir con las minorías, sin abandonar su condición de héroe solitario, inmerso en un mundo que le es ajeno, hasta terminar reivindicando su heroicidad, en Invictus, al igual que el western, se narra una gesta fundacional. Mandela es el símbolo de la caída del Apartheid (al menos como política de estado) y su llegada al poder estuvo ligada a la necesidad de refundar un país signado por la histórica división racial. Eastwood remarca en Invictus la ausencia de rencores de un Mandela que, como líder político, podría haber establecido una política de defensa de la población negra, segregando a la raza que hasta ese momento había humillado a la suya, y sin embargo, optó por impulsar la convivencia entre negros y blancos, aún sabiendo del enorme esfuerzo que implicaba refundar un país basándose en este principio.

La postura de Mandela es conflictiva e incómoda hasta para su propia raza, y Clint Eastwood hace especial hincapié en ese principio gubernamental. Sin embargo, Invictus se destaca por el lugar desde donde se coloca para hablar del inicio del cambio político y social en Sudáfrica. La película del viejo Clint, y el libro de John Carlin en el cual esta se basa, parten del Campeonato Mundial de Rugby celebrado en Sudáfrica en 1995, para exponer la idea de una nación que, gracias a las políticas de Mandela, comenzaba a pugnar por su unificación. El equipo de rugby sudafricano parecía la última prioridad que se le podía presentar a un mandatario como Mandela. Un equipo integrado casi en su totalidad por blancos (el único jugador negro en la película era en realidad mestizo), que históricamente era defenestrado por la población negra, y lejos estaba de ser el favorito para alcanzar el triunfo en un campeonato mundial, se convierte en el bastión principal de Mandela, el símbolo de un pueblo que podía dejar atrás su enfrentamiento étnico y unirse detrás de un eventual triunfo deportivo.

La defensa de Mandela del equipo de rugby era vista con desconcierto por todo el pueblo sudafricano. ¿Cómo podía un presidente negro, líder de la resistencia racial, apoyar un equipo de blancos? La respuesta se evidencia a poco de comenzar la película, cuando el accionar de Nelson Mandela deja ver su necesidad de pacificar a su nación. Eastwood nos muestra a un Mandela sin alardes de grandeza, abocado a la cotidianeidad de su extraordinario gobierno. Nadie mejor para interpretar a este Mandela que Morgan Freeman, capaz de imitar brillantemente cada gesto y cada movimiento del líder sin perder la esencia característica, la sabiduría de sus habituales personajes. Mientras otro director habría puesto el ojo en la cruzada de Mandela, ésta se encuentra inteligentemente trabajada detrás del trayecto hacia la gloria del equipo de rugby, y allí es donde Eastwood reposa la épica propia del western. Su mirada dota de leyenda a un Mandela alejado de todo retrato inmaculado, un Mandela que intenta unir a toda la nación, mientras oculta su amargura por no poder mantener unida a su familia.

Como siempre, el valor trascendental de las películas de Eastwood radica en su clasicismo a ultranza. Su ojo clasicista le permite sostener el discurso del film en los detalles aparentemente mínimos y en los personajes más secundarios. De hecho, la política de unificación de Mandela se aprecia principalmente en las entradas para la familia del capitán del equipo, que incluyen a su criada negra, o en la camaradería que se observa entre los custodios de una y otra raza del presidente a raíz de los triunfos del equipo, o en los scrums, la unión física más evidente entre seres de distinto color de piel que se aprecia en la película. El clasicismo de Eastwood además le permite jugar con la cámara lenta en los partidos de rugby sin que estos pierdan ritmo y realismo. Estaríamos en lo cierto si afirmáramos que pocos directores octogenarios como él pueden realizar un cine tan dinámico, y tan clásico como fiel a las formas cinematográficas actuales, aunque esta afirmación se extiende a toda su filmografía.

Invictus es apenas un exponente más de cómo un realizador sobresaliente puede reivindicar y actualizar los términos formales que constituyeron la esencia del cine americano, en función de un discurso político que, contrario a lo que pueden pensar muchos espectadores de esta película, carece de ingenuidad y es plenamente consciente de que el enorme esfuerzo de un mandatario ejemplar Mandela por pacificar a su nación no puede reducirse a un evento supuestamente anecdótico como un campeonato deportivo. De la misma manera en que el Hollywood clásico solía utilizar hábilmente ciertos acontecimientos particulares para poner en escena cambios trascendentales (geográficos, históricos, sociales, etcétera), el campeonato de rugby es, para Clint Eastwood y para Nelson Mandela, la metáfora más acertada para escenificar la refundación de un país sobre las bases del perdón y del entendimiento mutuo. Eastwood vuelve a imponerse con un cine que, sin pecar de un afán de trascendencia, la consigue con honores.