Invernadero

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Cine del azar

El circuito de exhibición alternativo sigue ofreciendo, casi invariablemente cada semana, lo más interesante para ver en cuanto al llamado séptimo arte se refiere: ya sabemos que la hegemonía norteamericana campea en las grandes salas, y hoy más que nunca la crítica tiene la obligación deontológica de proponer nuevos horizontes a sus lectores (aunque sin asumir ninguna misión evangelizadora, sin pensarse a sí misma como una fuente de sabiduría superior, sino dispuesta al debate y la crítica). El cine contemporáneo es múltiple, riquísimo y sorprendente, lleno de tesoros escondidos a la vuelta de la esquina, que sólo un tremendo aparato de poder y sujeción colectiva puede ocultar de la mirada pública, de un espectador potencial que termina resignado a ver siempre lo mismo. Toda película tiene un público esperando a descubrirla, el problema es que pueda llegar a él, y por eso vale la pena ofrecer otras posibilidades, otras propuestas al lector.

Esta vez, el estreno a destacar ocurrió el jueves pasado, cuando el Cineclub Municipal Hugo del Carril presentó, en un programa doble imperdible con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, de Apichatpong Weerasethakul (ver esta columna de hace dos semanas), el último filme de Gonzalo Castro, Invernadero, ganador de la Competencia Argentina del Bafici 2010, una película que con todos los desniveles que se le puedan encontrar tiene, a priori, el mérito de no parecerse a nada que no sea a sí misma (o quizás a la obra previa del director). A medio camino entre el documental y la ficción (o mejor: es una ficción filmada con herramientas del documental), Invernadero hace eje en el reconocido escritor mexicano Mario Bellatin, convertido en una especie de personaje de sí mismo, capaz de exponer su más íntima cotidianeidad a la mirada atenta y detallista de Castro. Escritor, director, productor, montajista, sonidista y distribuidor de sus propios filmes, Castro es además un autor en un sentido absoluto del término, cómo sólo en otras artes (sobre todo, literatura) se habían podido manifestar, una radicalidad que actualiza y pone en cuestión la tradicional concepción de la política de los autores, ya demasiado meneada por la crítica y la publicidad planetarias. Sin embargo, como sostiene Fernando Pujato (crítico muy recomendable, ver en www.nochedelcazador.wordpress.com), todo esto no implica una especie de absolución anticipada para Invernadero, que le permita inocularse de las críticas: todo filme debe valerse por sí mismo, más allá de sus condiciones de producción, aunque éstas incidan en su forma y su contenido (ya que suelen determinar su puesta en escena). Invernadero es, entonces, un filme valioso no sólo porque es el resultado de una independencia radical por parte de su creador, sino también por lo expone: una subjetividad plena de matices (la de Bellatin escritor, ocasionalmente místico, pensador siempre desafiante), una exploración pocas veces tan genuina de la amistad y los vínculos afectivos, cierta voluntad por privilegiar el diálogo como práctica del gozo y del placer.

En base a planos siempre fijos, la mayoría de la veces medios y algunos primeros planos, Invernadero sigue la rutina cotidiana de Bellatin en México y en Buenos Aires, en sus charlas con su hija (ficticia, ya que se trata de la esposa del director), sus asistentes (también ficticias) y su editora, discurriendo sobre temas tan variados como los viajes por Africa, el misticismo oriental, su pasado familiar (aunque tal vez sea falso), sus perros o la vida y la literatura de Bellatin, escritor manco dueño de una inusual pero desafiante idea de la escritura. Es más, en cierto pasaje (uno de los mejores, cuando Bellatin charla con la escritora Margo Glantz) se puede intuir una especie de correspondencia estética entre las ideas literarias de Bellatin (que desafía las concepciones canónicas de la escritura, y propone – metafóricamente – “escribir sin palabras”) y el cine de Castro, que reniega de todo convencionalismo narrativo y hace del azar y el instante su núcleo esencial. “Me fascina el tiempo detenido, alcanzar ese estado, cierta fruición del tiempo. Claro que se trata de alcanzar un detenimiento gozoso, fértil, porque el riesgo cuando no se encienden los motores narrativos es la frustración, aunque éste es un riesgo sobredimensionado”, afirmó el director en una entrevista con Roger Koza (www.ojosabiertos.wordpress.com).

Puede decirse que el riesgo no es sorteado del mismo modo durante todo el metraje, que por su misma naturaleza narrativa se vuelve episódico, acaso desnivelado, con momentos de gran lucidez y otros que no llegan a cerrar, y con algún error de montaje incluso. Pero lo magnífico de Invernadero es su capacidad de abrirse a múltiples lecturas, de disparar ideas por doquier, y de sorprender las expectativas, mérito compartido tanto por Castro como por Bellatin, pero que culmina en un filme que tiene muchísimo más que decir que cualquier tanque hollywoodense.

Por Martín Iparraguirre