Invasión a la privacidad

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Chico conoce chica.

Invasión a la privacidad señala el nuevo desembarco de la mítica productora Hammer. Se trata de un nombre que no dice mucho estos días, pero alcanza para engalanar la película con una especie de halo de prestigio que pueda ser asociado de modo remoto con una cierta calidad y distinción. Tal vez porque la actriz Hilary Swank es la productora, su figura aparece en pantalla todo el tiempo. De hecho, hay un puñado de planos en los que se la puede ver delante de un monitor observándose a sí misma atravesar una y otra vez la puerta del palier de su departamento de soltera. Ocurre que en la trama la chica sospecha que hay alguien metiéndose subrepticiamente en su casa y tiene la idea de hacerse instalar una cámara para grabar los movimientos del elusivo visitante. La escena podría dedicarse con exclusividad a dejar al descubierto al intruso, sin embargo no se nos ahorran planos de ella mirando la pantalla para verse entrar y salir de la casa varias veces.

Como en aquella película de hace unos cuantos años llamada Sliver (Sharon Stone era el espléndido objeto del deseo de un mirón impenitente que controlaba todo el edificio como un señor feudal), en Invasión a la privacidad se trata de mirar: no tanto de ser observado sino de observar también al otro, como si nuestro modo de estar en el mundo se definiera por el modo en el que colocamos visualmente a nuestro semejante en un espacio definido y asumiéramos, a la vez, el espacio que el otro nos otorga como propio. Pequeña guerra privada en la que el territorio que se disputa es parte de una configuración mental, Invasión a la privacidad presenta a los contendientes como dos figuras solitarias, perdidas en la vida y en el mundo de los afectos: en uno de los primeros planos se ve a la protagonista sentada sola en la cama de un hotelucho, rodeada de esa fosforescencia nocturna cuya apática belleza suele indicar en el cine el carácter esencialmente cruel e inhóspito de la ciudad.

La película resulta en su factura un modesto combo que acumula planos en scorzo y comentarios musicales para remarcar cada momento de tensión dramática como cualquier ejemplar de la industria; la presencia de Christopher Lee en el elenco, por otro lado, funciona como escuálida reverencia a la casa Hammer. Pero como productora Hilary Swank quizá haya hecho algo más que dejarse filmar a sí misma en cada bendito plano, siempre luciendo ese cuerpo flaco, acaso trabajado desde Million Dolar Baby, y dispuesta exhibir con soltura su nada desdeñable repertorio de muecas y sonrisas esculpidas con un picahielo, al que suma esa voz tensa como la de un muchacho en problemas. La película se encarga de sugerir que el perseguidor está loco pero que ella tampoco está muy cuerda, hundida en la soledad más absoluta y trabajando en un hospital hasta el agotamiento o trotando con un rictus de furia contenida en la cara. Cuando reaparece en su vida el ex novio, el director parece dar un volantazo para concentrarse en la frustración del vecino deseante rechazado, que se desahoga golpeándose contra las paredes o ingresando sigiloso en el departamento de la chica para masturbarse metido en la bañera vacía; cuando la mujer parece encaminar su vida, el hombre se animaliza, se transforma en un monstruo: debe matar a su padre anciano para liberarse de su timidez y de su aprensión pero no es suficiente. Invasión a la privacidad toma el tópico que dice que no hay que confiar del todo en los extraños para pulverizarlo y erigir en su lugar una fábula de bestias solas, que padecen el drama secreto de no poder establecer comunicación con el otro.