Internet junkie

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

REALIDAD (DES)CONECTADA

Una joven está sentada en el suelo sobre unos almohadones. Si bien se encuentra lo bastante aislada en medio de la penumbra con los auriculares y un iPad, pareciera que aún le quedan ciertos resabios alerta de sus sentidos para escuchar el timbre en la lejanía. Entonces, desconecta los auriculares y, ya de pie, los pone en el celular. La distancia es corta y enseguida se encuentra abriendo la puerta al molesto e inoportuno novio de su compañera de casa.

La acción dura sólo unos segundos, tal vez un minuto, y esa joven ya no vuelve a aparecer en pantalla pero su actitud convierte a la efímera escena en una de las más impactantes de Internet Junkie. Porque si bien la temática que Alexander Katzowicz enfatiza durante toda la película tiene que ver con la adicción y la dependencia que provoca internet, en dicha fugacidad la imagen y el gesto lo son todo: no hay lugar ni tiempo para las palabras y, por eso, las acciones hablan por sí mismas; allí la aparente necesidad de conexión con el mundo torna al sujeto en objeto, en un ser vaciado de contenido pero colmado de virtualidad que repite movimientos automatizados.

Claro que esta lógica se reproduce y amplía a lo largo de Internet Junkie. Por un lado, desde los variados ejemplos, donde se replica este funcionamiento como el caso de una madre que pretende recuperar el comedor como sitio de encuentro familiar aunque sin desprenderse de la notebook y los auriculares. O los escasos ejemplos opuestos como la mujer que evita subir fotos o poner información personal en internet.

Por otro, a través del entrecruzamiento de historias y personajes que comparten dichas acciones en diferentes países como Argentina, México o Israel, cuyos vínculos sólo pueden “materializarse” a partir de la red.

En este sentido, se puede pensar que la alienación tecnológica funciona como una suerte de lo siniestro planteado por Sigmund Freud: aquello familiar y conocido que se vuelve extraño. La realidad se torna ajena, incluso, no experimentable mientras que lo propio es el espacio virtual, la navegación permanente a todo tipo de sitios (en especial búsquedas de información o pornográficos), el chat para conocer gente, las conversaciones vía skype, la interacción con los juegos y hasta, incluso, abrazos virtuales.

Pero este extrañamiento no sólo se reduce a la pérdida del contacto humano, sino también a la puesta en escena de ese rito. Se pueden establecer dos escenarios posibles: aquellos que se encierran en sus cuartos a oscuras, cuya única fuente de luz proviene de la pantalla o quienes no pueden despegarse de los aparatos en ningún momento y los llevan a todas partes. Sin embargo, la mayoría concuerda en valerse de los auriculares como vital forma de lazo, casi como una extensión propia del cuerpo.

Otro elemento curioso es la equiparación del director entre la dependencia tecnológica y la banalidad del arte. Si bien se exhibe cierta mirada estereotipada en la presentación de los jóvenes que se acercan a la galería, su vestimenta, la forma de hablar entre ellos o con Lorena que trabaja allí, el objeto artístico, el valor de la pieza o el desinterés de Lorena hacia ellos, la postura busca reforzar la analogía entre ambos ejes basado en la pérdida del aura, de la experiencia única e irrepetible del aquí y ahora y en el vaciamiento de los contenidos. “Quiero algo real, dolorosamente humano”, le manifiesta Lorena a su novio como síntesis de la asfixia de la galería pero que no se replica en su relación con la web.

Frente a semejante panorama desalentador, Katzowicz pareciera concebir sólo dos alternativas como rupturas del efecto narcotizante y restauradoras de la realidad: por un lado, la búsqueda del amor que no sólo actúa como un motivo recurrente, sino también como construcción discursiva de “lo verdadero” frente a lo irreal; por otro, la muerte, focalizada en el suicidio, como una especie exoneración de culpas y como símbolo de la auténtica libertad expresada desde un plano teórico –en alusión a los planteos del filósofo alemán Arthur Schopenhauer– como en el práctico –la pareja de ancianos en el geriátrico–.

La adicción consigue aunar idiomas, nacionalidades y sexos en la pluralidad de escenas donde, por momentos, dos personas no son más que una en su singularidad, en ese viaje individual en lo etéreo de la red, su idea de comunidad, la disposición del rito y el vano intento de aferrarse a un motivo universal como forma de restitución de lo real.

Por Brenda Caletti
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