Balada de un hombre común

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Canción de protesta

Los hermanos Joel y Ethan Coen no hacen películas malas (Quémese después de leerse es la excepción que confirma la regla). Es una realidad. Detrás de ese dato hay otro menos diáfano y es que cada tanto los Coen entregan algo distinto, una pieza singular que aglutina lo mejor de su filmografía al tiempo que los empuja a otros rumbos. A esa categoría pertenece Miller’s Crossing, quizá también The Man Who Wasn’t There y sin duda Inside Llewyn Davis, el film que ahora se estrena.
La película cuenta unos días en la vida de Llewyn, un cantante folk, y está ambientada en el circuito bohemio de Greenwich Village, en 1961. Los fans del folk creerán que los Coen tienen algo para decir sobre la escena que vio nacer a Bob Dylan. Como en los casos arriba citados, el contexto no importa; es un pretexto para el melancólico derrotero de Llewyn, como fue la Ley Seca para Tom Reagan y la posguerra para Ed Crane.
Llewyn tuvo un dúo prometedor; con la desaparición de su socio no sabe cómo venderse y la ausencia del otro (tanto él como el público lo perciben) lo acompaña como un karma. También lo acompaña un gato escurridizo, símbolo de cosas que perdió (como el sombrero de Reagan en Miller’s Crossing), y durante un viaje a Chicago (mini road movie dentro de la película) su compañía es un obeso representante de músicos de jazz que hace un stand up sentado y le lanza una maldición. Lo sustancioso está en sutilezas que pasan desapercibidas, cosas que cualquier director arruinaría en primer plano. Como el juego de claroscuros en la audiencia con un empresario, que alude a los autorretratos de Rembrandt, y luego con su padre y la alusión a Lucien Freud. Todo porque Inside Llewyn Davis anticipa un autorretrato y alude al álbum Another Side of Bob Dylan (y Llewyn es un nombre galés, como Dylan Thomas, inspiración de Bob y habitué del Village). Los Coen son grandes. En treinta años de trayectoria no hay tal cosa como “otro film de los Coen” porque cada tanto (uno lo espera) lo rutinario se vuelve mágico.