Infierno grande

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Infierno grande empieza donde terminaba la primera Terminator (1984). Ese inolvidable final con Sarah Connor embarazada, manejando una camioneta destartalada, arrancando rumbo al desierto y pronosticando: “Viene una tormenta”. Aquí la que está a punto de parir es María (Guadalupe Docampo) que, harta de la violencia doméstica de su marido (Alberto Ajaka), toma un rifle, se sube a su vieja chata y parte rumbo a su pueblo natal.

Ese es el punto de partida de esta mezcla de road movie y western que aprovecha el paisaje pampeano para tener un marco posapocalítico: pueblos caídos en el olvido por el abandono del ferrocarril, tierras desertificadas, clima seco e inhóspito. Ese es el escenario ideal para los cruces que esta heroína acorde a los tiempos del #Niunamenostiene con personajes espectrales, que parecen salidos de Pedro Páramo.

Esos encuentros, cargados de advertencias místicas sobre el destino al que se dirige la mujer, van creando un suspenso creciente, alimentado también por la cacería humana emprendida por el marido violento. Es una lástima el efecto anticlimático que produce la decisión de incluir como narrador a un niño, el hijo que esta maestra de primaria lleva en la panza: si las voces en off son de por sí un recurso polémico, la de un chico potencia las contraindicaciones.

De todos modos, la imagen de la embarazada del rifle es de una potencia notable. Aunque sabemos que su bebé nacerá, los enigmas acerca de lo que encontrará a su llegada al bendito -o maldito- Naicó y qué ocurrirá con el machirulo que la persigue son grandes.Pero la resolución desinfla el globo. Suele ocurrir: es más fácil formular ciertas preguntas narrativas que responderlas.