Infierno grande

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Fuga en pos de un alumbramiento. El segundo largometraje como director de Alberto Romero empieza con una imagen fuerte: una mujer embarazada cargada de un rifle. Se trata de María (Guadalupe Docampo) quien, resistiendo el autoritarismo de su marido (Alberto Ajaka), termina hiriéndolo, para luego huir. Si el espectador piensa que María debería haber recurrido a una línea telefónica que brinde atención a mujeres víctimas de violencia de género o, al menos, a la ayuda de alguna vecina solidaria, se equivoca: la acción transcurre en un desolado paraje de La Pampa y su fuga será errática, empeñada en encontrar el pueblo donde nació como si el retorno a los sitios de la infancia fuera un refugio seguro. Algo más de María se va conociendo por flashbacks y conversaciones que mantiene con personas que va encontrando en su camino, así como también por la voz en off de un niño que guía el relato, profundamente ligado a la historia.
De alguna manera, lo que Infierno grande expone puede ser apreciado como una suerte de fábula, donde soledad, abusos, resistencia, muertes y alumbramientos parecen coordenadas que atraviesan una sociedad cargada de esfuerzos y de olvidos. Contribuyen a esta mirada no solo las referencias ocasionales a la falta de trenes o a cargos públicos heredados, sino también la galería de personajes con los que María va cruzándose, que incluyen desde un policía ambiguamente confiable hasta un misterioso nativo, un extraño cura venido a menos y un pibe sospechosamente solo.
Con estos seres que se le aparecen, a veces deslizando consejos o reflexiones, el film corre el riesgo de caer en cierta ingenuidad (como si fuera una relectura de El fantástico mundo de la María Montiel), así como puede resultar forzado el hecho de que el marido sea candidato a intendente del pueblo. Pero, en buena medida, los amagos de solemnidad se diluyen gracias a leves toques de humor y a la eficacia de las actuaciones, incluyendo la del rosarino Mario Alarcón (notable como un viajero con hambre y sentido común) y la seductora presencia de Guadalupe Docampo, con su mirada siempre asustada, desconfiada y decidida al mismo tiempo.
Hay algo arquetípico en María, en su rebeldía y en las actitudes de quienes la rodean: las ansias de independencia y los peligros en el camino responden a las fórmulas de la road movie, subgénero que Romero ejercita aprovechando la elocuencia del agreste paisaje, recorriendo caminos rodeados de pastizales y viejas casas abandonadas, a veces apelando a fundidos encadenados. “Escaparse dura poco” le dicen en un momento a la mujer, inquietando ante la posible resolución del conflicto, que, cuando llega, trae también –al igual que la música de Gustavo Pomeranec– ecos del western.