Independencia

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Territorio en disputa

El Cine Teatro Córdoba cerró el pasado fin de semana su mes aniversario con un doble programa de lujo, que incluía uno de los filmes más originales que se verán este año en la ciudad, a saber: Independencia, del filipino Raya Martin. Córdoba se esta volviendo una ciudad cinéfila, donde cada vez se estrenan más películas del cine independiente del mundo, aunque más no sea en sus múltiples salas alternativas. Aún así, Juan Fragueiro (programador del Teatro Córdoba) se preguntaba en la red de redes si la ciudad tiene espectadores culturalmente preparados para apreciar este tipo de cine, a raíz de la escasa asistencia en la primera jornada de proyección (46 espectadores). No se trata de una pregunta retórica, mucho menos cínica, sino de una estricta actualidad, que apunta al hueso del problema: la colonización del gusto y de la cultura por parte del imperialismo norteamericano. ¿Cómo conseguir ampliar la mirada? ¿Hace falta acaso una re-educación cinematográfica para estimular la recepción de ese otro cine? ¿Quién debería proveerla? ¿Cómo lograrla? La única respuesta posible es el cine mismo.

Curiosamente, o no, puede decirse también que Independencia aborda precisamente todos estos desvelos, aunque sea indirectamente. Filme de un joven que, con apenas 26 años, es ya un director mimado por los mejores festivales del mundo, Independencia nunca llegó a estrenarse comercialmente en Filipinas, su país de origen, donde existe una industria cinematográfica ancestral, que se remonta a inicios del siglo pasado, aunque dominada casi siempre por los cánones de Hollywood (el interesado puede profundizar en el tema en la edición de Julio de la revista El Amante). La anécdota sirve para darle verdadera dimensión al proyecto cinematográfico de Martin: abordar la historia política y cinematográfica de Filipinas -un país que fue colonizado por España (durante casi 400 años), luego Estados Unidos y Japón- mediante un gesto revulsivo, acaso genial, como es apropiarse en sus obras de las formas cinematográficas del país invasor. El primer ensayo fue Una película corta acerca del Indio Nacional (2005), su ópera prima, donde Martin exploró el cine mudo a través de un relato bien heterogéneo sobre la revuelta contra el dominio español (fines del siglo XX). Y la segunda parte es Independencia (2009), que se mete esta vez con la invasión norteamericana (principios del siglo XX), y adopta consecuentemente las formas del cine de la época en EE.UU. El gesto se complementa con otra decisión igualmente revulsiva de Martin, como es la de apostar por la poesía, la metáfora y la alegoría, incluso por la fábula, para narrar los padecimientos de su pueblo, construyendo así una mirada absolutamente personal, única, con herramientas extranjeras. La historia es mínima, aunque políticamente lúcida: a principios de la invasión norteamericana, una madre y su hijo deciden refugiarse en la selva, para vivir aislados de las inflexiones de la guerra. Allí, encontrarán una choza donde podrán construir un hogar precario, que les servirá para sobrevivir con relativa dignidad hasta que pase el tormento. Con el tiempo, una joven se sumará a sus vidas, y le permitirá al hijo formar una nueva familia cuando su madre fallezca. En algún momento, la presencia del invasor del norte se volverá a sentir cercana, y nuestros protagonistas estarán nuevamente en peligro.

Rodada en estudios (como el cine de entonces), con un blanco y negro preciosista, Martin apuesta por intensificar la artificialidad de su puesta en escena: hace notar los fondos pintados, hay personajes demasiado caricaturescos (¿será acaso una sátira?), la selva luce artificial aunque bella. También hay un fino trabajo con la luz (cuya inestabilidad completa la puesta retro) y con el sonido (desde dónde construye la verosimilitud de la puesta en escena, además de remitir con la música al cine mudo). Hay por último una apuesta por el pensamiento mítico y hasta mágico desde el guión, que acaso termine dando su tono de fábula (oscura, casi macabra) a la película, algo que no busca tanto reflejar la idiosincrasia del pueblo filipino, sino que sirve más bien como una forma de resistencia a la imposición simbólica del invasor, un modo de relato que tiene más que ver con las tradiciones de los pueblos originarios. La película toda puede concebirse al fin como una emocionante, poética, forma de resistencia moderna, porque el cine sigue siendo, hoy más que nunca, un territorio en disputa, aún sin triunfador.

Por Martín Iparraguirre