Imperio de luz

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

El sueco Ruben Östlund ya se ha sumado al mexicano Alejandro González Iñárritu y al griego Yorgos Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado) como paradigmas de la grieta en el cine. Están quienes los aman y quienes los defenestran. Lo extremos y los excesos nunca son del todo bueno, y con El triángulo de la tristeza, Östlund volverá a dividir las aguas como con The Square (2017).

Vaya solo como dato de color que por ambas películas, The Square y El triángulo de la tristeza, el coterráneo de Ingmar Bergman a los 48 años ya ganó dos Palmas de Oro. Y El triángulo... es candidata al Oscar a la mejor película este año.

Bien dicen que algunos directores que hacen cine de autor cuentan, con distintas imágenes e historias, usualmente lo mismo. Las preocupaciones de Östlund pasan por la desigualdad social y satirizar a la burguesía, cuando no enrostrar la vergüenza desmedida, e inapropiada, de sus personajes.

El triángulo de la tristeza está dividida en tres fragmentos, y tiene a los personajes del título del primer capítulo, Carl y Yaya, como protagonistas de los tres.

Diferencias, burgueses y vergüenzas
Ambos son modelos, y en ese tercio del filme Östlund se preocupa por marcar las diferencias entre la pareja. Yaya gana muchísimo más que él, y al momento de pagar una onerosa cena para dos, pese a que habían combinado que ella la abonaría, es Carl el que pone la tarjeta de crédito.

Para qué. Los cuestionamientos de parte de uno y de otro van más allá del dinero y se transforman en una suerte de diálogo de sordos, como los que tenía la pareja de Force Majeure -ese padre de familia que huía despavorido de una avalancha, dejando a su merced a su mujer y sus hijos-, sin duda lo mejor que estrenó Östlund.

Como sea, Carl le regala un viaje en un exclusivo crucero a Yaya (El yate, segundo capítulo), donde se codearán con distintos personajes, uno más estrafalario que otro, desde el capitán borracho de Woody Harrelson a un ruso exageradamente rico, que simplifica cómo hizo y hace su fortuna: “Vendo mierda”, o sea, fertilizantes.

Y el mismo personaje, cuando le pregunta a Carl cómo fue que pudieron afrontar semejante costo del viaje -canje, sobre todo gracias a Yaya, que es influencer y no deja de sacarse fotos posadas-, lo resume con “la apariencia paga los tickets”.

Östlund, a la hora de confrontar actitudes o personajes, no se ahorra nada. Se burla de las publicidades y cómo actúan los modelos, dependiendo si trabajan para Balenciaga o la tienda H&M, las ya mencionadas diferencias de género, quién y cómo detenta el poder, en una pareja o en cualquier situación entre extraños.

El título viene de una frase dicha por un productor, que le pide a los modelos que relajen el triángulo de la tristeza. Es ése que se forma en el entrecejo. Bueno, viendo la película, habrá quienes lo mantengan incólume, intacto, y quienes sí dibujarán una sonrisa antes que un gesto de adustez o malhumor.

Y si hablábamos de excesos, lo escatológica que, con vómitos, por momentos se vuelve la película es incomparable.

El tercer segmento, se titula La isla y no vamos a spoilear nada, aunque se pueden imaginar qué sucede. Es allí donde Abigail, el personaje de la filipina Dolly De Leon, que había pasado casi como desapercibida, será importante, y se volverá a cuestionar aquello del uso y abuso de poder, y quién lo detenta.

Tal vez demasiado extensa (147 minutos), la película es despareja, empezando muy arriba y terminando algo más abajo. Östlund es muy buen dialoguista, le gusta exasperar los ánimos del espectador y vaya que lo consigue.