Imperio de luz

Crítica de José Tripodero - A Sala Llena

CINE Y CASTIGO

Pocas alusiones o frases prefabricadas son más horrorosas que “una carta de amor al cine”, la cual puede entenderse en términos de una reacción casi natural provocada por un mecanismo artero para activar los reflejos lacrimógenos. Tras una larga filmografía, no era de extrañar que Sam Mendes aterrizara en el casillero del “cine sobre el cine”. En los planos iniciales lo que se ve es cómo se encienden las luces de diferentes sectores de un cine en una pequeña localidad costera de Inglaterra durante la década de 1980, en plena era de Margaret Thatcher y el trasfondo de una economía recesiva. Este montaje de pequeñas postales también dice mucho de un Mendes que retorna a la quietud y a la intimidad, después de dos películas de James Bond y una película bélica filmada en “plano secuencia”.

La cuota nostálgica es parte de un rompecabezas que el director arma, más como parte de una moda -paradójicamente- que por un fundamento sostenido en una estructura dramática. Incluso dentro de la propia historia se respira el aire de un pasado mejor. Hilary (Olivia Colman) es la gerenta del Empire, una sala de cine que tiene sus parroquianos y pocos espectadores espontáneos. Ella debe la exclusividad de su tiempo al trabajo, a modo de escape de una condición mental que la recluye socialmente. Entre los personajes que la rodean están un jefe tóxico (interpretado por Colin Firth) y el hacedor de la magia, el proyeccionista (encarnado por Toby Jones). De él brotan las frases procesadas, y no por ello menos esperadas, que hablan de como el público va al cine para huir de la realidad. El quiebre de la rutina en la vida de Hilary lo introduce Stephen (Michael Ward), un joven negro que se incorpora al staff. La revolución dentro de su rutina no es solo laboral; también se presenta una fibra sentimental que sucumbe al cimbronazo. Las condiciones están dadas para un melodrama que tiene al cine como telón de fondo, y a Mendes no se le ocurrió mejor idea que adobarle a una historia de amor que ya tiene age gap, el conflicto racista en términos históricos de un espejo: el pasado se repite o, mejor dicho, persiste en nuestros tiempos.

Para el director de Belleza americana todos los temas planteados son importantes y necesarios, y la manera de presentarlos -como si no fuera suficiente- es a través de atajos. “El cine es un escape de la realidad”, esto se dice una y otra vez de diferentes maneras, no solo por diálogos sino también con referencias a películas. La prolijidad del relato, que se extiende a base de pisar cuidadosamente cada momento como baldosa en la lluvia, se descascara al arrojar a Hilary -su principal figura y luz verdadera- a un espectáculo denigrante en la escena de su colapso durante una premiere de Carrozas de fuego en el Empire. En el único momento de desmarque con respecto a las convenciones, costumbres y referencias más obvias (el olor a Cinema Paradiso ronda las dos largas horas), todo se direcciona a la crueldad más gratuita. Imperio de luz tiene la pretensión de ser correctísima, e incluso en la idea de castigo a su protagonista cae en la trampa, al intentar una prolijidad dentro del concepto de “dibujo libre” que supone poner a una actriz a escupir verdades en modo de soliloquio. Ni así pudo conmover Sam Mendes -al menos esta vez- a la Academia, que solo nominó a esta película en la categoría de mejor fotografía.