Imparable

Crítica de Laura Gehl - Cinemarama

Es el montaje, estúpido.

Basada en una historia real. Cinco poderosas palabras. Pueden otorgar un cierto prestigio, aunque sea falso y supuesto. Pueden hundir una narración si se tornan previsibles. Contar una historia de desarrollo y final conocidos no es cosa fácil, se pone en juego la imagen en función del relato; lo que importa ya no es tanto lo que se cuenta, sino cómo se lo hace. Imparable está basada en una historia real: un tren cargado de químicos tóxicos corre a toda velocidad, sin conductor, por unas vías de Pennsylvania con destino a una ciudad densamente poblada. Es sabido que el tren será frenado. Es sabido que lo harán los personajes de Washington y Pine, el viejo empleado a punto de jubilarse y el principiante. No hay suspenso posible al respecto (al menos como premisa inicial). Ninguno se muere y el tren se detiene. Sin embargo, la película corta el aliento.

Entonces, tenemos una película de acción en la que sabemos qué va a pasar. Pero Tony Scott, que hace tiempo viene demostrando que es el Scott al que hay que prestarle atención, construye un relato casi esquizofrénico sin perder el centro, y ya no importa si ese bendito tren se detiene o no. No hay ángulo que no se enfoque. A medida que el tren va ganando velocidad, la película acelera el ritmo. Comienza con una mañana tranquila de trabajo, hay que mover un tren, cosa de todos los días, la rutina cotidiana se impone. En esa rutina también se cuela un escenario social y laboral inestable y cruel. Scott se detiene ahí un momento, como quien para en un cruce para mirar a ambos lados antes de tomar un nuevo camino. Y elije, mientras el tren, sin frenos, sin reacción, de a poco, acelera solo. Y corre como un demonio por esas vías, la cámara está ahí. Scott elije ir por ahí. Delante, detrás, de perfil, al ras del suelo, en medio de los rieles, sobre las vías, debajo de estas, en los pasos a nivel. El tren puede chocar de frente con otro repleto de dulces niños. Sí, ya sabemos que no choca. Pero, ¡por Dios que no choque! El montaje es frenético: los trenes, las vías, el desvío, los chicos. La tensión es imposible de contener, como si cada corte y cambio de plano impactara directamente en nuestro sistema nervioso central.

En Imparable el pulso, el nervio, la tensión, el vértigo, el suspenso, están construidos mediante un montaje casi de choque, de oraciones cortas, veloces. Trabajando los opuestos al ritmo del convoy desbocado: los protagonistas entre ellos –hasta en su color de piel y condición social–; el héroe anónimo norteamericano (o al menos esa construcción social y mediática que se hace de él) contrapuesto con la burocracia empresarial inoperante; el tipo que se rompe un pie en el fragor del laburo frente al que decide el destino de miles mientras juega plácidamente al golf. Está claro de qué lado se para Scott a la hora de repartir los aplausos, y no está mal, el trazo no llega a ser grueso, aun cuando trastabilla (ver el absurdo final para comprobarlo, cuando la acción le cede el terreno a la sensiblería boba).

Imparable no es nada más –ni nada menos– que la puesta en imagen del vértigo absoluto. De la tensión del minuto a minuto. Del uso del tiempo para generar suspenso mientras los segundos se desintegran con cada mojón. Como si la montaña rusa solo tuviera subidas y bajadas. Sí, el tren se detiene, ya lo sabíamos, pero mientras, ¡qué bien la pasamos!