Ikigai

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Un mural hecho con pedazos de memoria

A partir de la historia de una sobreviviente del atentado a la AMIA, el documentalista da cuenta de una herida que sigue abierta, pero a la vez registra uno de los modos de cicatrizarla.

A 24 años exactos de la voladura del edificio de la Mutual Judía AMIA, que se cumplieron anteayer, se estrena el documental Ikigai, la sonrisa de Gardel, en la que el director Ricki Piterbarg aborda el tema desde el más particular de los puntos de vista: el de una de sus víctimas. Pero aunque la cuestión se encuentra en el centro mismo de su película, esta no se ocupa exclusiva ni directamente de la tragedia ocurrida durante esa mañana de Julio de 1994. En cambio prefiere recorrer el camino de transformación que la protagonista elegida, Mirta Regina Satz, debió atravesar a partir de que el destino la convirtiera en una de las protagonistas involuntarias de aquellos hechos. Piterbarg elige contar una historia de reparación sin eludir lo evidente: que toda reconstrucción es hija de la destrucción. Dicho de otro modo, prefiere concentrarse en las cicatrices que hacer foco en la herida, aunque no olvida recordar que esta continúa abierta, un cuarto de siglo después de producida.

Esta forma indirecta es la que ordena a Ikigai, sobre todo en sus dos tercios iniciales. Tanto que, si no fuera por los dos textos que al comienzo sintetizan los acontecimientos ocurridos 24 años atrás, resultaría imposible ligarlos a la historia de Mirta. Ella es una profesora de arte y aficionada al tango, que en su casa-taller de Parque Patricios organiza junto a un grupo de alumnos un proyecto para realizar un mural de mosaicos en el frente de su casa, dedicado a la figura de Carlos Gardel. Y es que para Mirta en la icónica sonrisa del cantante se encuentra uno de los símbolos más poderosos no solo de la identidad cultural porteña, sino de toda la Argentina. Hija de inmigrantes judío-ucranianos y empleada de la AMIA durante el atentado, Mirta se aferra a la sonrisa gardeliana y convierte a su proyecto en un canal para drenar el horror produciendo de la belleza. 

Piterbarg se toma su tiempo para contar el recorrido de Mirta. Su vínculo con Rufino, un albañil al que conoce en una milonga y que se convertirá en parte fundamental del relato; la relación con su padre y su hija; y por fin, su sentido de pertenencia a una historia y una tradición como la judía. Pero cuando parece que se reducirá a contar lo anecdótico de una vida que no es más ni menos interesante que cualquier otra, el documental introduce el trauma del atentado y pone en evidencia el rol movilizador que jugó en la biografía de la protagonista. La escena en que en una mesa de café Mirta y un grupo de sobrevivientes cuentan algunos detalles de antes, durante o después de que sus vidas cambiaran para siempre, tiene en la película una consecuencia idéntica a la que aquel hecho atroz produjo en ellos. A partir de ahí la historia de Mirta deja de ser una más para convertirse en única y en ese cambio se concentra la potencia del relato. 

Ese salto revela además un movimiento que pudo haber sido pasado por alto: el verdadero rol que la sonrisa de Gardel juega en este relato. Suele verse a la comunidad judía como un cuerpo extenso en el que prima el sentido de pertenencia a una tradición que trasciende las nacionalidades. En ese aferrarse al gesto del Morocho del Abasto, Mirta demuestra que eso es cierto a medias (o que directamente no lo es), y que lo judío es también una parte más del omnipresente crisol que le da forma a la identidad argentina. Y si la sonrisa de Gardel es una bandera que reúne a todos, entonces el atentado de la AMIA no puede ser reducido a la categoría de tragedia judía, sino que es un dolor que atraviesa a cada argentino de Jujuy a Tierra del Fuego.

“Tardé mucho en encontrar la manera de expresar esa herida”, dice Mirta. Su trabajo con los mosaicos resulta emblemático, en tanto se basa en la destrucción de un orden previo para dar lugar a una forma nueva y superadora. Eso es lo que representan los azulejos que deben ser partidos en pedazos para convertirse en las decenas de esfinges gardelianas que componen el mural de la calle Inclán al 3000, que fue declarado de interés cultural por el gobierno de la ciudad. Todos esos detalles son ordenados por Piterbarg, cuyo trabajo revela un verdadero compromiso con la historia que decidió contar en Ikigai. Es cierto que a partir de esa pasión el director se anima a tomar ciertos riesgos de puesta en escena que quizás puedan ser vistos como excesos románticos. Tan cierto como que el riesgo es un desafío que no todos los cineastas aceptan y ese valor también merece reconocerse.