Hotel Mumbai: El atentado

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

DICOTOMÍAS ANCESTRALES

“Se sienten fuertes, tranquilos. No hay temor en su corazón. Miren a sus hermanos y véanme en sus ojos. Todos ustedes son como hijos para mí. Yo estoy con ustedes. Alá está con ustedes. El Paraíso los espera”. La voz en off del autor intelectual que jamás adquiere cuerpo incentiva a los diez hombres que la escuchan con auriculares mientras llegan por agua a Bombay. Una vez en tierra se dividen en pares y se pierden en diferentes taxis en busca de los destinos establecidos. Si bien el 26 de noviembre de 2008 se llevaron a cabo 12 ataques terroristas donde fallecieron 173 personas y hubo alrededor de 300 heridos, Anthony Maras –basándose en el documental Surviving Mumbai– se detiene en tres: la estación de tren, el café Lilopal y el hotel de lujo Taj Mahal Palace &Tower. De acuerdo con la puesta en escena, los dos primeros funcionan como un breve marco de contexto ya que el filme comienza en la mañana de dicho día y los miembros del grupo islamista no requieren más preparación que la puesta a punto del armamento en baños públicos o recovecos con escasa luz. Por el contrario, el último concentra la tensión dramática convirtiéndose en el escenario narrativo por excelencia.

Esta elección realza la única toma de posicionamiento de Hotel Mumbai: El atentado. Frente a una ausencia ideológica o política, lo que predomina es el contraste de clase a través del modelo siervo-amo. Por un lado, los hindúes que viven en condiciones humildes y en los márgenes de la ciudad frente a los extranjeros, multimillonarios o mandatarios albergados en un edificio monumental y suntuoso con caprichos tan banales y exóticos como la temperatura a 48° para tomar un baño o una fiesta salvaje en uno de los cuartos con varias chicas y servicio exclusivo. Ellos se apoyan en la tradición de un turbante impecable –que sugieren quitarse, incluso, en contra de sus principios si el huésped lo solicita–, en la excelencia de los productos y servicios o defender con la vida a los usuarios sin importarles que alguno desconfíe de ellos por el tono de la piel. “El cliente es Dios” repiten como si se tratara del único de los mandamientos y todas sus acciones responden a ello. Por el otro, los extremistas encuentran en semejante opulencia una razón mayor para reclamar por los saqueos y muertes de los compañeros, tal como les induce el coordinador. La gloria, en este caso, tiene que ver con la mostración de los actos ante el mundo y con una entrega total a Alá, aunque, el director cuela, por ejemplo, el llamado de uno a la familia para saber si les llegó el pago prometido y al obtener una negativa duda respecto del adoctrinamiento. Pero, enseguida, se vuelve a entregar a la causa. Lo mismo ocurre con los empleados que deciden dejar el Taj ni bien empiezan los disparos. La construcción de ambos bandos, entonces, les proporciona rasgos comunes respecto a una entrega incondicional a entidades que consideran superiores hasta el punto de despojarse de sí mismos y alcanzar el máximo honor.

El otro aspecto central es la reconstrucción de los hechos de la manera más realista posible. Para eso, el cineasta incorpora imágenes de archivo como los noticieros en las pantallas de televisión o fragmentos de los rescates para amalgamarlas con el registro fílmico, usa una cámara en movimiento para profundizar el pánico y la urgencia, se vale de varios planos cerrados para destacar el sofoco y sonidos como disparos o gritos fuera de campo para mantener el suspenso. Además exhibe las historias de vida de algunos personajes como el matrimonio con un bebé y la niñera, el magnate ruso, la pareja de mochileros norteamericanos o de parte del staff del hotel como Jomón que trabaja hace 35 años allí o Arjun, uno de los camareros que anhela reencontrarse con la esposa embarazada y la hija pequeña como una suerte de testimonios. El inconveniente aparece cuando las actitudes de Arjun, Jomón, el chef Hemant Oberoi o David, esposo de Zahra, buscan ser heroicas porque atentan contra la lógica que proponen como eje determinante. Ese híbrido a medias entre estrella del género de acción y registro testimonial quiebra el tono narrativo y le arrebata la verosimilitud que tanto persigue la película. Hacia el final, los contrastes se resignifican en pos de un nuevo precepto: cumplir con el deseo más indomable, según cada caso. La gloria eterna o la supervivencia.

Por Brenda Caletti
@117Brenn