Hombres de piel dura

Crítica de Jorge Luis Fernández - La Agenda

Tejido vivo

Con la venalidad que lo caracteriza, José Celestino Campusano retrata la vida sexual de un adolescente rural en Hombres de piel dura.

Los grupos de low fi terminan puliendo su sonido, los directores independientes terminan asociándose a las grandes productoras, pero el quilmeño José Celestino Campusano sigue obstinado en su crudeza, en su cine abroquelado de aparente precariedad, como un andamio improvisado, como algo temporal, un work in progress listo y dispuesto, bravío y desafiante. Nada detiene a Campusano en su interminable búsqueda de un cine descarnado. No basta con decir que filma a espaldas de las instituciones y las estéticas, ya sea de los gustos por los tanques como del cine arte. Lo suyo es una apuesta en cuerpo y alma para retratar las disfunciones de la sociedad. Y él mismo ha confesado los riesgos de haber filmado en ámbitos exclusivos de la maldita policía y los narcotraficantes. “Se filma o se filma”, el lema de su productora, la explícita Cinebruto, pone de manifiesto esa voluntad a prueba de balas y facas, que ha redondeado una estética personal y sin compromisos. A esta altura, cuando alguien va a ver una película de Campusano sabe con qué va a encontrarse. Se muestra todo. No hay nada librado a la imaginación, con las ventajas y desventajas que esa propuesta trae.

Oriundo de zona sur, Campusano filmó a diversos antihéroes del conurbano (los motorizados Fantasmas de la ruta, de 2013, y Vikingo, el breakthrough de 2009), retrató el mundo carcelario (en El sacrificio de Nehuén Puyelli, rodada en una prisión patagónica) y hasta la hipocresía de las clases acomodadas en Puerto Madero (en la no tan lograda Placer y martirio, de 2015). Su último opus, presentado en el último Bafici, se aleja del cemento y muestra una vida campestre muy alejada de los estereotipos oficiales. Acorde a los tiempos que corren, Hombres de piel dura toma por las astas la temática LGBT enconada con curas pederastas y pedófilos en lo que pareciera ser un film con buen timing. Sin embargo, Campusano lleva varios años trabajando en el guion de Hombres, que tiene como disparador algunas experiencias personales. El realizador conoció a jóvenes abusados y a un cura pedófilo que años después acabó suicidándose. Esa matriz recorre de inicio a fin la película. Sus curas abusadores no son seres despiadados sino humanos atravesados por el deseo y la culpa, una realidad que suele ser evasiva a los medios denunciantes.

El protagonista de Hombres de piel dura es Ariel (Wall Javier), un adolescente gay hijo de un poderoso chacarero, tirano y homofóbico, que se niega a reconocer la naturaleza sexual de su único heredero varón. La hermana de Ariel se relaciona con hombres mayores que ella y es celosa de su privacidad. Ella aconseja a Ariel a seguir su modelo, pero el adolescente es consciente de que no debe nada a nadie y nada tiene que ocultar. Este conflicto se desarrolla en sincronía con otro: la ruptura con Omar, el cura de ese recóndito rincón rural de Marcos Paz. Omar es mucho mayor que Ariel y pese a desearlo se ha resuelto a ajustarse a las normas de la Iglesia Católica. Campusano muestra que esto no es del todo así, en una escena donde el sacerdote intenta infructuosamente violar a un menor de edad. Es una atmósfera de grises, y eso es lo que distingue a la película de otras más estereotipadas, como la mencionada Placer y martirio.

Estilísticamente, los cambios parecen ser menos el producto de algo buscado que de la mera contingencia. Hay algún travelling inusual y vistas aéreas de los sembradíos recogidas por un drone. El registro es crudísimo, quizás incluso más que en sus cruzadas de motoqueros del conurbano. Quizás, también, porque lo que entra en juego en este film es el sexo. Si típicamente, como en cualquier largometraje de Campusano, los diálogos de los actores no profesionales son toscos, accidentados, como los de actores secundarios de una pésima soap opera, el director hace escasas o ningunas concesiones a los parámetros clásicos de belleza. Y al igual que Ariel no tiene nada que ocultar. Cuando el adolescente decide olvidar a Omar e iniciar relaciones con un peón de su padre, Campusano muestra a un muchacho apenas esbelto y no distrae la cámara cuando le muestra su miembro viril al deseoso hijo del hacendado.

Más extremo aún es el modo en que el realizador imagina el desenlace. Queriendo hacerlo machito, el padre de Ariel lo relaciona a la fuerza con una prostituta del campo. Es una chica retacona y obesa, de pelos largos y desgreñados, que no dudará en recibir la paga de Ariel a cambio de contarle al padre que todo funciona, normalmente y acorde a lo convenido. Pero la relación entre ambos, entre parias, deriva en un trato de compinches, y la chica acaba siendo celestina, al presentarle a su primo, un hombre huraño, de a caballo, que vive junto a una secta de desclasados en una suerte de toldería. Ariel visita a la secta, representativa de una tribu indígena, como si hiciera una visita antropológica. El contacto entre extraños se huele con desconfianza, a distancia, hasta que ambos se aproximan. El hombre, andrajoso y gauchesco, ve el acercamiento firme del adolescente con resquemor. Pero accede. Muestra el miembro. Ariel se lo acaricia, se engarza. En esa escena lujuriosa existe un dejo de candor. Es la escena romántica menos arquetípica que podrá verse en el cine. Una puesta que sólo hace posible José Celestino Campusano.