Hombre irracional

Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

Allen cada vez cree más en los deseos que en la conciencia

Woody Allen fue aquí más lejos que nunca con sus reflexiones sobre la muerte, la culpa, el castigo y el azar. Si en esa obra maestra que fue “Crímenes y pecados” planteaba aquello de que la conciencia y la culpa con el paso del tiempo dejan de molestar, aquí su cinismo y su escepticismo dan otro paso adelante. Matar no sólo no hace mal, sino, al contrario, hasta puede ser fuente de recuperación. Por lo menos esto le pasa a Abbe (Phoenix con su personaje de siempre, taciturno y disgustado) un prestigioso profesor de Filosofía que anda en la mala (su esposa se le fue con un amigo), un tipo descreído, amargo, quejoso, sin ganas de nada. Llega a una universidad del interior para hacerse cargo de una cátedra. Y aquí armará sin querer un triángulo amoroso. Pero sobre todo encontrará –el azar siempre decide- la posibilidad de llevar adelante un crimen perfecto para poder darle sentido a una vida vacía, sin proyectos, sin adrenalina, sin sexo ni entusiasmo. La violencia sin motivos, insinúa, puede ser una forma turbia de sacarse el tedio y recuperar ganas, dejando a un lado víctimas y dudas morales. Abbe, su alter ego, es un fracasado que desafía la teoría (“la filosofía es una masturbación mental”, le dice a sus alumnos). Y cree que el hombre de libros tiene que pasar a la acción y que los deseos deben realizarse.

Woody, gracias a su indudable talento para plantear en breves pincelazos el tema central y sus personajes, organiza un espacio dramático que empieza como una comedia algo romántica pero que se va convirtiendo en un thriller de buenos modales que no deja de interpelar a sus criaturas sobre el amor, la ética, los sueños, la culpa y el crimen. Allen cada vez cree menos. Ni el amor le basta a este desquiciado docente que encuentra por casualidad en la violencia la chance de ayudar a una extraña y de paso poder darle aventura y sentido a su vida. Es la muerte –dice Allen- lo que puede renacer esa vida rota. Y para explicarlo mejor deja que sus personajes hablen mucho, recurran a citas, relaten lo que les pasa. Es un largo texto explicativo que no tiene la profundidad ni la ironía de antes, pero que siempre interesa, a ratos cautiva y se sostiene. Aunque su formulación deje ver a un Allen cada vez menos arriesgado y menos intenso, como deseoso de terminar lo más pronto posible el rodaje.

Su relato siguen pivoteando por el mismo tono y las mismas preocupaciones: el escepticismo, la ironía, los amores cuestionados (otra vez un intelectual se acuesta con una chiquilina). A veces da la sensación de que Woody, como este desolado profesor, ha necesitado de grandes arrebatos y ha causado grandes males para poder ir renovando sus ganas de vivir, de amar y de filmar.