Historia del miedo

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Polaroid de locura ordinaria

El ensordecedor y atemorizante sonido de las aspas de un helicóptero que sobrevuela el conurbano bonaerense irrumpe en la pantalla y genera en el espectador una sensación extraña, que se mezcla con la desprotección y la incerteza de lo que podría llegar a pasar. Apenas pasan unos segundos y un distorsionado altavoz pone en estado de alerta a quienes permanecen en ese barrio privado o zona restringida y a partir de allí la seguidilla de micro situaciones siempre como detonante de una paranoia latente, oportuna mirada sobre el estado de la fractura o la grieta social si las hay, que nos caracteriza en estos convulsionados momentos.

Historia del miedo no pretende establecer ninguna respuesta didáctica al interrogante sobre la inseguridad, ni siquiera pierde el tiempo en la dialéctica maniquea de la lucha de clases para concentrarse sencillamente en las formas de percibir la realidad desde los diferentes puntos de vista de un racimo de personajes, sometidos por el propio director y la puesta en escena meticulosa a distintas situaciones extraídas de la más pura realidad (cortes de luz intermitentes en épocas de calor, presencias amenazantes en plena calle o negocio, un ascensor que se detiene a mitad de piso, etc.) pero siempre atravesadas por un rasgo distintivo y artificioso que las aleja del corte realista para abrazar de manera sutil los códigos del género y así jugar -hasta el límite- con los climas de tensión, angustia psicológica, a la vez que abre la puerta al reflejo deformante de los prejuicios y las sospechas infundadas sobre los otros. Esos otros en esta trama que se maneja por viñetas y de manera coral se representan desde los rostros o los cuerpos, que por momentos invaden el espacio o el encuadre en un primer plano.

No obstante, la distancia de la cámara y la precisión para desplazarse o detenerse en la quietud de la paranoia son claves y demuestran una habilidad poco frecuente que caracteriza a Benjamín Naishtat y lo ubica en el grupo de jóvenes directores argentinos que no temen al riesgo cuando la propuesta estética habla por sí sola. En ese sentido es casi obligatorio encontrar nexos con Lucrecia Martel y su tratamiento de la imagen en La ciénaga por citar un ejemplo al alcance de la mano y de los ojos. También el cine de John Carpenter dice presente, incluso admitido en algunas entrevistas por el propio Benjamín Naishtat, pero siempre como referencia conceptual más que como modelo a seguir.

Por lo que se anticipa de la nueva película de Damián Szifrón, Relatos salvajes, que ahora se encuentra en la competencia oficial en Cannes, reflejo de la Argentina saturada de violencia que responde con más violencia, podría tranquilamente emparentarse con esta propuesta de este joven realizador egresado de la FUC desde la perspectiva del lugar donde se gesta la fractura social y las consecuencias de esa grieta que hoy no son más que una polaroid de la locura ordinaria.