Hija única

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Recuerdos que anuncian el porvenir

Laberíntica, con reflejos, situaciones que se replican y personajes desdoblados, la película de Santiago Palavecino recuerda.

Hay misterios que el rostro de la actriz Ailín Salas contiene, con títulos recientes como Lulú (Luis Ortega) y La helada negra (Maximiliano Schonfeld), ejemplos de su hacer extrañado, capaz de situarse en un registro que altera y vuelve impaciente a la película.

Es ella, justamente, el quiebre visual de Hija única, la película en clave (casi) fantástica de Santiago Palavecino: cuando Delfina (Salas) vuelve a Argentina, visita un cementerio y observa la foto de una de las tumbas, exactamente igual a ella. Momento que suspende lo que se relata y provoca un agujero negro, como un espejo que distorsiona y hace presente el pasado.

Así como la figura de Delfina se desdobla, otro tanto habrá de ocurrir con los demás personajes. En primera instancia, lo que ocurre es el flashback, que oficia como racconto y despliega imágenes a su vez replicadas. De esta manera, quien sobresale es su padre, Juan (Juan Barberini), director de cine que piensa el guión de su próximo proyecto cuando le avisan del colegio que su hija se comporta de manera extraña, al adoptar la identidad de una niña que ha perdido a su madre.

La situación desemboca en otras, parecidas, conectadas. Juan es hijo de desaparecidos, no lo supo siempre, durante 25 años celebró una fecha de nacimiento inventada. Pero para llegar aquí hay que viajar otra vez al pasado, el flashback sobre el flashback. La vida de Juan se desoculta en este ir hacia atrás, a través de un salto dual.

Es al llegar a esta situación esencial, de descubrimiento personal, cuando aparece Julia, esa chica de facciones idénticas a las de la hija que aún no tuvo. La conoce al dejar la ciudad y visitar el pueblo, en la casona de un recuerdo que cuesta revolver; una vez allí, podrá paginar otra vez un libro leído hace muchísimo, desempolvar los vinilos, y abandonarse en la habitación a la luz de un atardecer naranja (la fotografía de Fernando Locket es destacable).

La figura del doble mantiene un correlato con los demás; como es el caso de la esposa de Juan, apropiadamente llamada Berenice (Esmeralda Mitre), quien también guarda una doble vida ‑rubia tal vez hitchcockiana, esconde un guiño sobre su color de cabello‑. Juan, por otra parte, trabaja sus guiones en compañía de un amigo, en quien también se juega la dualidad correspondiente, así como imagen que devuelve otra, parecida a la del propio protagonista. Destacan, a su vez, elementos que previenen o recuerdan, como el incendio visto desde el interior del automóvil, en plena ruta; remembranzas de lo que ha sucedido o todavía no.

El viso fantástico lo aporta la investigación que dice que las experiencias traumáticas persisten en el ADN. Recuerdos, impresiones, que asoman sin previo aviso, destinados a despertar en algún momento. El parentesco físico sería una de las consecuencias. Este ligamen conceptual será también acompañado desde la presencia de dos mujeres (Susana Pampin y Elvira Onetto), suerte de tábanos que persiguen a Juan, dedicados de manera insistente a la necesidad de recordar. A partir de una de ellas, un colgante aparece y desaparece, para pasar de mano en mano como figura medular.

El laberinto de este guión meticuloso, preocupado por generar situaciones que despierten relaciones recíprocas, tiene por momentos ciertos subrayados. Es decir, se hacen evidentes las intenciones del relato a través de algunos parlamentos, participaciones musicales, y sobreactuaciones. Como si se aclarara la importancia de lo que se está diciendo, algo que de suyo propio lo es. Es esto lo que dilata la película desde una intención que parece, a veces, procurar un arribo dramático y estridente, acorde con el prólogo: de música e imágenes casi inconexas, capaz de despertar un interés fantasmal.

Cuando la película de Palavecino (realizador de La vida nueva y Algunas chicas) se pierde en su misterio, es cuando obtiene sus mejores momentos; es decir, cuando deja al espectador la responsabilidad de unir los elementos dispersos, cuyas asociaciones pueden ser mucho más profundas que cualquier explicación. Ahora bien, recordar no es tarea fácil. El cine de Palavecino se arroja a esta cuestión, le anuda un sesgo argumental, y sabe salir airoso.