High life

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Sexualidad en el espacio

A uno le encantaría decir que la nueva película de Claire Denis es una digna sucesora del mejor período de su carrera, aquel inicial de la década del 90 que finiquitó con su obra maestra Bella Tarea (Beau Travail, 1999), no obstante volvemos a estar frente a un trabajo de lo más frustrante -como todo lo que hizo a posteriori, con alguna que otra excepción- que articula un puñado de ideas interesantes y eventualmente termina perdiéndose en disquisiciones más visuales que narrativas o conceptuales, lo que genera un tanque arty de cadencia festivalera que combina elementos varios de 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), Solaris (Solyaris, 1972), Alien: El Octavo Pasajero (Alien, 1979), Sunshine: Alerta Solar (Sunshine, 2007) y En la Luna (Moon, 2009). El problema principal de fondo vuelve a ser el mismo de siempre de la francesa, uno doble, esa incapacidad para explicitar cuál sería el horizonte retórico del film y su tendencia al preciosismo algo vacuo.

Utilizando una arquitectura dramática de ciencia ficción sutil tendiente al aislamiento y la locura, aquí la directora y guionista se propone contrarrestar las clásicas ridiculeces del rubro en su vertiente hollywoodense para construir una historia orientada a los adultos pensantes, sin embargo otra vez más pretende abarcar tanto a nivel temático que a fin de cuentas casi todo queda flotando en el aire de la imprecisión y de cierto nihilismo en piloto automático, curiosamente casi tan maquinal como el idealismo sonso de los yanquis: tópicos como los traumas, las prisiones, el delirio, la represión, los engaños masivos, la vida criminal, las condenas, la sexualidad más impulsiva, las fantasías, la incomunicación, las fuentes de energía, las obsesiones, la paternidad, la violencia, la angustia y hasta la muerte desfilan a lo largo del relato mediante esa estructura entre etérea y entrecortada que tanto le gusta a la realizadora, siempre proclive a las puestas en escena bien minimalistas.

La trama se centra en una nave espacial donde un grupo de nueve criminales con cadena perpetua o sentencia de muerte comparten responsabilidades en lo que atañe a una misión semi suicida en busca de tratar de capturar la energía de rotación de un agujero negro, tremendo engaño estatal porque ninguno de ellos podrá regresar a la Tierra y el soporte vital de a bordo se renueva a diario a condición de que envíen religiosamente los informes de turno. El eje es Monte (Robert Pattinson), un hombre joven que pasó casi toda su vida encerrado en la cárcel por haber matado de niño a una amiga que aparentemente asesinó a su perro. Todos los reclusos en el espacio tienen prohibido el contacto sexual y se la pasan utilizando una máquina de masturbación símil aquella de El Dormilón (Sleeper, 1973), mientras son manipulados mediante drogas por la Doctora Dibs (Juliette Binoche), una mujer que mató a sus hijos y a su esposo y ahora está obsesionada con crear un niño vía inseminación artificial. Así las cosas, el relato nos presenta el descenso hacia la demencia de los personajes, periplo que incluye insultos entrecruzados constantes, arrebatos de histeria, decesos por enfermedades, golpes, violaciones, infantes fallecidos, asesinatos, venganzas, suicidios y hasta el nacimiento de una muchachita en la nave, Willow (Scarlett Lindsey de bebé, Jessie Ross de adolescente), cuando Dibs viola a un Monte hiper drogado y luego le inserta el semen en la vagina a Boyse (Mia Goth), otra fémina de la tripulación que termina con su estado mental un tanto colapsado producto del encierro y la batería química de la médica. La realización juega con la idea de que la perversión es intrínseca a hombres y mujeres y que la soledad no es más que el detonante de conductas exacerbadas.

El desempeño del elenco es en verdad muy bueno y constituye el punto más alto de un film a cargo de la versión más volcada al autosabotaje de Denis, quien se entretiene en demasía con los momentos contemplativos, los soliloquios susurrados, el silencio y la serie de flashbacks y flashforwards que complican algo que en esencia es bastante sencillo; más tratándose de una propuesta que recupera dos de los grandes fetiches de las cineastas de ayer, hoy y siempre, léase la transformación corporal (todo el sustrato de la reproducción experimental en el cosmos es una excusa para desplegar cicatrices símil cesárea, sangre de menstruación, leche de madre lactante y algo de semen, amén de los embarazos en sí) y las fantasías masculinas de sometimiento (como casi siempre en el cine de directoras que se identifican con los hombres, el fantasma de la violación es doble e incluye a mujeres y varones y no se priva de una buena tanda de porrazos para sazonar el asunto). Todos los elementos previos son positivos y se agradece la vocación de la parisina de ir al choque con la doctrina del shock, sin embargo el tono narrativo lánguido y apesadumbrado se muerde la cola en varias ocasiones porque en esencia no lleva a ningún lado y hasta la retahíla de tragedias parece algo improvisada, además de que trabaja sobre personajes que nunca terminamos de conocer y por ello nos resultan indiferentes al punto de que se licúa el pesimismo fatalista de base. High Life (2018) posee algunas buenas escenas como la de la masturbación de Dibs, el intento de violación sobre Boyse y el bello abuso de la médica sobre Monte, pero todo se hunde en un lirismo anodino y esquizofrénico que podría haber constituido un estudio valioso sobre la tendencia del ser humano hacia la autodestrucción…