Héctor en busca de la felicidad

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Un manual de autoayuda

Es un manual de autoayuda devenido película, con enseñanzas morales y conclusiones esquemáticas.

Una de las fantasías recurrentes de la burguesía urbana insatisfecha con su modo de vida -en términos menemistas: los niños ricos que tienen tristeza- es dejar todo y salir a recorrer el mundo. Quizás ahí afuera, entre paisajes y pueblos exóticos, se encuentren las emociones vitales que la rutina cotidiana cubrió con un manto de tedio. De esta insatisfacción neurótica se nutrieron históricamente tanto la literatura como el cine; Héctor, en busca de la felicidad vuelve a abrevar en esa fuente.

El hombre del título parece tener la vida perfecta: una linda concubina, una casa confortable en Londres, una profesión -la psiquiatría- en la que se desempeña sin mucho entusiasmo ni mayores inconvenientes. Pero algo no le cierra. Un buen día se pregunta si es feliz y decide emprender una investigación a escala planetaria para averiguar cuál es la definición de felicidad según distintos sujetos.

Lo que sigue es un manual de la peor autoayuda convertido en película; de hecho, el guión está basado en la pretendidamente edificante novela homónima del psiquiatra francés François Lelord. Con lo que va averiguando en el camino, Héctor lleva un diario en el que ilustra las frases que aprende, que parecen extraídas de sobrecitos de azúcar o tarjetas de felicitaciones, y que aparecen anotadas en la pantalla. “La felicidad es ser amado por quién eres”, “La felicidad es responder a una vocación”, “El miedo es un impedimento a la felicidad”, “La felicidad es sentirse completamente vivo”, y así sucesivamente.

A esto hay que sumarle la prejuiciosa hipótesis de que los pobres salvajes tercermundistas saben pasarla mejor que los civilizados europeos. Para enseñarnos que el dinero y el confort no hacen la felicidad, Peter Chelsom -director de ¿Bailamos? y Hannah Montana: La película, entre otras- nos muestra a unas mucamas chinas que comen sentadas en plena calle, pero ríen porque están entre amigas, y a unos africanos carentes de los servicios básicos que no paran de bailar y sonreír. La explícita moraleja de la fábula no podía ser peor: “Todos tenemos la obligación de ser felices”. Por suerte, nadie tiene la obligación de ver esta película.