Hasta el último hombre

Crítica de María Bertoni - Espectadores

Con Hasta el último hombre, Mel Gibson vuelve a declarar su admiración por los individuos cuyas convicciones parecen más nobles y sólidas que los mandatos y castigos que la sociedad les impone. Desde este punto de vista, el objetor de conciencia Desmond Doss se incorpora a la lista de superhombres que el actor y realizador inauguró con un personaje de ficción –Justin McLeod– y extendió con dos figuras históricas, William Wallace y el mismísimo Cristo.

Cuando El hombre sin rostro se estrenó en 1993, trascendió que Gibson había acordado con el guionista Malcolm MacRury ignorar un pasaje clave de la novela original, y sugerir la total falsedad de los rumores de pedofilia que pesan sobre el docente protagonista. “Así la historia es más positiva” habría dicho el entonces novel director para justificar esta modificación en la adaptación del libro de Isabelle Holland.

Vera o ben trovata, la anécdota aumenta la sensación de que al actor devenido en realizador le importa menos narrar que manipular. Dan cuenta de esta tendencia las secuencias de crueldad explícita en Corazón valiente y, todavía más sádicas, aquéllas de tortura en La pasión de Cristo.

En Hasta el último hombre, Gibson pretende canonizar al joven estadounidense que durante la Segunda Guerra Mundial se enroló en el ejército de su país para defenderlo de los japoneses, sin usar una sola arma. En efecto, Desmond se convierte en santo cuando -en la escena de traslado en camilla- la cámara lo suspende en el cielo, cerca de Dios, lejos del Diablo.

Para ilustrar el infierno (bélico), Mel abunda en planos detalle de cuerpos destripados y desmembrados en el campo de batalla. También muestra el trabajo de las ratas sobre las carnes expuestas de los soldados muertos.

La elección de Andrew Garfield para el rol protagónico alimenta la hipótesis en torno al interés en cierto prototipo de superhombre. El joven actor que fue Hombre Araña una y dos veces tiene experiencia en personajes con aspecto vulnerable e interior férreo.

Al término de su película, Gibson inserta testimonios del verdadero Desmond, de su hermano Harold, de uno de los compañeros que el soldado adventista rescató en el acantilado de Maeda. Además de constituir un segundo homenaje, la inclusión de ese material de archivo parece destinada a probar la fidelidad del realizador al relato original.

Vaya uno a saber qué aprendió en un cuarto de siglo este director: o bien a elegir relatos lo suficientemente positivos como para no tener que retocarlos (demasiado); o bien a encontrar en documentos históricos la apariencia de verdad recomendada para manipular mejor.