Hasta el último hombre

Crítica de Jonathan Plaza - Función Agotada

Con la Marca de Caín

Hasta el Último Hombre (Hacksaw Ridge) se propone como la historia de un soldado de la Segunda Guerra Mundial quién fue condecorado con la medalla de honor sin haber nunca tocado un rifle, sin embargo, es uno de los films bélicos más violentos de la historia del cine. ¿Cómo puede ser esto posible? La respuesta está en las manos de Mel Gibson, “el último cineasta exploitation” según John Landis.

Mel Gibson es todo menos un formalista y a diferencia de otros cineastas, que gustan de estilizar la violencia para edulcorarla de tal forma que sea fácilmente naturalizada, elige mostrar la violencia de manera violenta para llegar a su núcleo. En Hasta el Último Hombre se pueden oler los cuerpos dando su último suspiro en un charco de sangre y mierda. Eso es la guerra y Gibson no pretende vender otra cosa. Por eso, pensar que la película es pro bélica, sería como pensar La Pasión como una película pro crucifixión.

El film muestra a los japoneses como a fantasmas, despojándolos de toda individualidad, no para glorificar a los estadounidenses sino para marcar que en esa guerra (tal vez en todas) esos pibes estaban peleando ahí contra ellos mismos y contra sus contradicciones culturales. Los japoneses son entonces su simetría fantasmática porque comparten el sentido del sacrificio pero lo mantienen latente en un estado primigenio. De ahí que hay sólo una escena de muerte estilizada desde la fotografía y la misma está protagonizada por japoneses. Gibson necesita distanciarse (y distanciarnos) para narrar ese hecho que es tan concreto e incomprensible para nuestra estructura occidental que necesita del filtro de la estetización para ser observado.

Pensar que Hasta el Último Hombre es una película pro bélica, sería como pensar La Pasión como una película pro crucifixión.
Las contradicciones, o podríamos decir La contradicción (porque es fundamental) es pilar del relato y es la que ciega a Desmond Doss impidiéndole ver que en la guerra, decir que la labor de un médico es la de salvar vidas es una mentira poética. Lo lleva a no darse cuenta que su rol es aplicar morfina y pegar extremidades para que un soldado pueda seguir generando bajas en el bando contrario siendo de esta forma, obviamente, pieza fundamental para el funcionamiento de la violencia como maquinaria.

Mel se toma una hora de película en construir el clásico drama del pibe que no la puede poner porque primero tiene que ir a pelear por los valores de su país (valores que se muestran bastante confusos en más de una oportunidad) para después romper el relato, hacerlo un bollo y limpiarse el culo con eso. Es un grito, el de un soldado casi zombificado, el que da lugar a la segunda parte del film, en donde la mugre lo tapa todo. Para Gibson el apocalipsis empieza con un grito y yo le creo. Es en ese apocalipsis donde Desmond va a enfrentarse a la maldición que carga desde que es un niño, el asesinato simbólico de su hermano que lo hace portador de la marca de Caín. Desmond arrastra una maldición (la fe en el cine de Gibson siempre lo es) que lo obliga a presenciar las atrocidades de la guerra sin ser vulnerado. La “inmortalidad” de Desmond va a terminar cuando aprenda su lección, una de las más complejas sin dudas y una apuesta arriesgada de parte del director en el contexto de una sociedad global en donde los valores que priman y “venden” orbitan alrededor de la idea de que el sacrificio es obsoleto y debe ser penado. En Hasta el Último Hombre el sacrificio no es recibir y aguantar sino por el contrario accionar.