Hanna

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Cría cuervos

El bosque, los animales, la nieve, la cabaña humeante: las primeras escenas de Hanna evocan la atmósfera de viejos cuentos, esos que hojea en un momento la propia protagonista, una niña entrenada por su padre lejos de la civilización, para sobrevivir y matar. Después van surgiendo algunos convencionalismos que parecen salidos de una comedia menor (sobre todo durante el encuentro de la chica con una familia comprensiva algo estereotipada), pero el tono ligeramente fantástico vuelve a aflorar con una persecución en el interior de un parque de diversiones vacío.
En tanto, hay algo maravilloso también en el paso de un ámbito a otro que conllevan las idas y venidas de Hanna (encarnada por Saoirse Ronan, la adolescente nominada al Oscar tres años atrás por Expiación, deseo y pecado). Abriendo una claraboya se puede aparecer en un desierto marroquí, y tras un viaje inesperado encontrarse, no sin sorpresa, recorriendo calles españolas o alemanas. Y, sin embargo, lo increíble para ella es lo que integra naturalmente la vida cotidiana de todos pero no de la suya, como tener una amiga, dar un beso, escuchar música o sentirse parte de una familia.
Aunque estos elementos la adornan o enriquecen, Hanna no pretende mucho más que ser un terso film de acción, con la chica perseguida por Melissa (una fría agente de la CIA interpretada por Cate Blanchett) y unos secuaces medio ridículos, quienes también están detrás del padre de Hanna (un Eric Bana casi tan imbatible como ella). Se descubrirá, además, que la fuerza con la que la protagonista afronta todo tipo de peligros proviene de algo más que de sus años de reclutamiento.
Joe Wright (1972, Londres, Inglaterra) lleva a cabo su trabajo sin histeria videoclipera ni excesos de crueldad. Hay elegancia formal y una precisión encomiable en la construcción de cada secuencia: cámara en movimiento y planos muy breves cuando estalla la violencia, luz cálida y planos detalle cuando Hanna dialoga acostada con su amiga, fría belleza en los ambientes en los que se mueve Melissa. Algunas decisiones lucen particularmente atinadas: una aparición inesperada en el desierto interferida por destellos de sol como un posible espejismo, la irrupción en un extraño cabaret con imágenes enrarecidas, un inquietante plano secuencia como prólogo a un ataque en una estación, un magnífico plano de Melissa saliendo de la boca del lobo en el parque mientras apunta con su arma. Todo ello contribuye al sentido del espectáculo que supone Hanna, lo mismo que la música de The Chemical Brothers, nunca excesiva.
Divertimento de calidad, lo más reprochable del film de Wright no es la inverosimilitud de algunos episodios o cierto sadismo de los personajes (que conforman las reglas del juego), sino el gusto con el que manipula cierta idea de venganza. Si la ausencia de valores y la necesidad de afecto redimen, ambiguamente, los letales comportamientos de Hanna, el breve plano final la muestra como heroína vindicatoria. Cerrando el relato, de paso, sin sutileza alguna.