Hambre de poder

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Paradojas del capitalismo y sus reglas.

Aunque en su primera parte el film parece encaminado a volver a vender el “sueño americano”, el director John Lee Hancock expone la crueldad, el oportunismo y la ambición del hombre y a un sistema que tolera la rapiña y las trampas por sobre el trabajo y la honestidad.

Teniendo en cuenta el papel de herramienta de penetración cultural y comercial con que muchas veces se utiliza al cine, no es raro que una película sobre los orígenes de la cadena de comida rápida McDonald’s y el hombre tras su crecimiento pueda generar suspicacias. Como Ray Croc –ese hombre, paradigma del self made man–, Hambre de poder representa una metáfora que puede aplicarse tanto al capitalismo, sus valores y mecanismos, como a Estados Unidos, su principal promotor. Dirigida por John Lee Hancock, la película retrata el ascenso de Croc en el mundo de los negocios, cuando con poco más de 50 años pasó de simple viajante de comercio a artífice de una de las marcas más exitosas del mundo. Una de esas que, junto a Coca-Cola, Nike, Apple o Marlboro (ahora ensombrecida por las políticas antitabaco) lograron convertirse no sólo en la crema de la heráldica comercial de Estados Unidos, sino en mascarón de proa de la cultura del híper consumo global.

El relato comienza dándoles la razón a quienes abriguen sospechas. Durante la primera mitad, Croc aparece como un viajante convencido de que la voluntad es el motor del éxito, que recorre las rutas de Estados Unidos tratando de vender máquinas para preparar leches malteadas. Así llega hasta la hamburguesería que los hermanos Mac y Dick McDonald abrieron en 1948 en San Bernardino, California, donde conoce el sistema de fast food inventado por ellos. Maravillado por el concepto y la estética, Croc se ofrece a dirigir un sistema de franquicias que expanda la marca por el país. El alegato con que logra convencer a los hermanos de que sus Arcos Dorados pueden erigirse en un símbolo de reunión para todos los norteamericanos, junto con la bandera y la cruz cristiana, es el clímax de esa primera mitad en que la película amenaza con convertirse en una oda a los ideales del “sueño americano” y el American way of life.

Pero las diferencias entre Croc y los McDonald acerca de cómo llevar adelante el negocio acaban generando una brecha. Es ahí donde Croc muestra su otra cara, menos amable, en la que aquel idealismo se revela como mero discurso tras el cual se oculta un pragmatismo que pone a la rentabilidad por encima de las personas. Lejos del panegírico, en su segunda parte Hambre de poder expone la crueldad, el oportunismo y la ambición del hombre, y a un sistema que tolera la rapiña y las trampas (que no por contar con un soporte legal dejan de ser trampas) por sobre el trabajo y la honestidad. El relato deviene en paradoja acerca de la dificultad de retratar al capitalismo y sus reglas sin exponer los peligros de dejarlo librado al individuo y al laissez faire. Y tal vez no exista un actor más oportuno que Michael Keaton para ponerle cuerpo a esa ambigüedad y a la dualidad de un personaje con una historia como la de Croc.