Hambre de poder

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Esta atractiva biopic reconstruye el fenómeno de McDonald's a partir de la vida de quien tuvo la idea de desarrollar el sistema de franquicias.

Quienes escriben la Historia, se sabe, no son necesariamente aquellos que tienen la idea original sino los que saben cómo desarrollarla, comercializarla, hacerla masiva. Algo de eso hay en Ray Kroc (Michael Keaton), el hombre que sacó máximo provecho de un invento de otros. En efecto, en 1954 los hermanos Dick (Nick Offerman) y Maurice (John Carroll Lynch) McDonald abrieron el primer local de comida rápida en la ciudad californiana de San Bernardino. Todo lo que luego distinguiría a la marca (velocidad, aseo y buena relación precio-calidad) ya estaba presente en esa experiencia inicial, pero el dúo carecía de mayores ambiciones que la de montar un negocio familiar y redituable.

En cambio, Kroc -un frustrado vendedor ambulante de batidoras- estaba en busca de la oportunidad de su vida y la encontró al conocer a los hermanos McDonald. Tras algunos contratiempos iniciales, desarrolló el sistema de franchising y, sobre todo, la especulación inmobiliaria y la optimización del negocio con distintos sistemas como el de la venta de “helados” que caracteriza a la cadena.

Si el lector puede pensar que se trata de un infomercial de McDonald's (en principio puede haber algo de eso), el film de John Lee Hancock (The Rookie, Un sueño posible, El Alamo, El sueño de Walt) es, en verdad, una mirada bastante descarnada e impiadosa sobre la falta de moral en los negocios, sobre la obsesión por el éxito, sobre la codicia y la falta de escrúpulos, y sobre cómo muchas veces hay que traicionar a aquellos que se resisten al “progreso”.

Uno de los principales desafíos (y hallazgos) de Hambre de poder es que su protagonista (convincente trabajo de Keaton) no es precisamente un personaje entrañable y seductor, pero uno llega a entender y hasta compartir su lógica reñida con las mejores prácticas. Los “buenos”, en cambio, son aquí bastante débiles y hasta un poco patéticos. Para avanzar -muestra la película- muchas veces hay que dejar de lado los prejuicios y hasta las formas más ortodoxas. El sueño americano, se sabe, no espera y ese tren que pasa una vez hay que tomarlo como sea: con pequeñas (o no tan pequeñas) estafas y, si hace falta, hasta pisando cabezas.