Había una vez... en Hollywood

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Un homenaje de amor al cine y su historia

El film recrea un Hollywood casi posible aunque lejano, entre alusiones cinéfilas e incorrección política, con la premisa puesta en un doblez poético.

Si acá no está la obra maestra de Quentin Tarantino, entonces lo que viene será aún mejor. Melancólico y furibundo, el Tarantino de Había una vez… en Hollywood elige la fórmula del cuento de hadas, en alusión a Sergio Leone pero por sobre todo como reconstrucción de un (no)lugar anhelado, derruido, tal vez ya irreparablemente sucedido.

s- de una manera de hacer y de sentir el cine.

Así las cosas, y adentrados en ese mundo personal, Tarantino manifiesta una celebración del cine desde el cine, y lo hace con el talante puesto en la incorrección política. Y esto es algo que habrá que recordar y subrayar como rasgo inherente a su filmografía. Incorrección que no confunde lo que está claro: Hollywood es tierra de rufianes, arribistas, narcisistas. Aspectos fácilmente asociables a la pareja réplica que componen Rick Dalton y Cliff Booth (Leonardo DiCaprio y Brad Pitt) durante el Hollywood circa 1969.

Booth es el doble de acción de Dalton. Dalton es un actor de popularidad en declive. La televisión le cobija ahora, entre capítulos donde su villanía se reitera. Pero el trabajo y la popularidad ya no son lo que eran. Booth, en ese sentido, le va a la zaga; y con un pasado que incluye un episodio truculento no del todo resuelto. En síntesis, dos truhanes de la peor calaña. Simpáticos y despreciables.

A través de ellos, el film se pasea a lo ancho y largo de un Hollywood que se delinea conforme a una multitud de referencias pop, cinéfilas, televisivas, publicitarias y radiales. Los largos viajes en automóvil de Booth para llegar a su casa permiten que éstas surjan de manera diegética: cada vez que el auto enciende, la radio también. Spots y canciones rememoran y yuxtaponen con cartelería citadina y una configuración fotográfica que vira de acuerdo con las secuencias que el film elige como instancias intracinéfilas.

El film se pasea a lo ancho y largo de una industria que se delinea

con referencias pop, cinéfilas, televisivas, publicitarias y radiales.

Cada uno de estos momentos tendrán que ver con los lloriqueos de Dalton o las faenas de Booth, pero también con el episodio western que se filma o con la visita a una alejada granja hippie; a su vez, el sol del día y el calor suave nocturno dialogan con la cajita televisiva en blanco/negro y la gran pantalla de una sala oscura. En síntesis, la dirección fotográfica juega este juego de ajedrez lumínico en función de las referencias que el director encastra, a las que milagrosamente les da continuidad. De esta manera, habrá que prestar atención a cómo tales secuencias permiten al film alterar su matriz genérica (¿existe?, ¿cuál sería: una buddy movie?) y volverse por minutos un western o un thriller a punto de ser slasher.

Lo que emerge, entonces, es un sueño (alguna vez) llamado Hollywood, ese lugar localizable pero de fronteras difusas, y en una época donde todo, absolutamente todo, podía llegar a ser. No casualmente Había una vez… hace pie en la bisagra que significa el cambio de década, con el cine norteamericano con una profusión de obras maestras, cuando una nueva generación lo tomó por asalto e hizo posible pensar ese cine desde el rótulo de la autoría. El sueño no duró tanto, pero duró. Al ahondar en ese momento, el film de Tarantino actualiza un reclamo que es urgente, en vistas a un cine -el norteamericano- nunca tan adocenado o adoctrinado. Un llamado a las armas (cinematográficas y personales) que tiene por estos días eco nostálgico en la nada casual revisión que del cine de los '70 hace Guasón, de Todd Phillips.

Por otro lado, Tarantino localiza el drama en la recreación repartida entre personajes reales e imaginarios. La fusión es plena. Así, cuando Booth pelea con Bruce Lee, la bandeja está servida para el disfrute. A no confundir, no se trata de un capricho o regodeo cinéfilo, sino de una decisión acorde con la puesta en escena. La irrupción de Lee, Steve McQueen, Sharon Tate y otros, oficia en función del planteo estético, presente en la dupla que protagonizan Dalton/Booth. Así, el desdoblamiento o la confusión premeditada es el lugar desde el cual el film se construye y diluye. Las primeras imágenes lo dejan claro, al mixturar la imagen televisiva en la cinematográfica. Dada esta premisa, todo lo que sigue tendrá que ver con ello. Hay que tenerlo presente.

De este modo, la inclusión de Sharon Tate (Margot Robbie) es también la de Roman Polanski (Rafal Zawierucha), y con éste la aseveración icónica de que el gran cine ocurría allí, en ese Hollywood perimido, con El bebé de Rosemary ya filmada. Tate, a su vez, es la bisagra que alude al clan Manson, y no es raro que la película haya sido referida una y otra vez como una recreación de los hechos de este psicópata: un comportamiento social -y mediático- que desdice la propuesta del film. Por eso, la resolución viene a ajustar cuentas, y lo hace poéticamente. Al respecto, y Polanski mediante, habrá que prestar atención especial al flirteo que el film prolonga -con una escena crucial- entre Booth y la joven hippie Pussycat (Margaret Qualley).

Y por último, si en el cine de Tarantino hay preferencia por ciertas secuencias en donde la dilación del tiempo es inversamente proporcional a la rapidez resolutiva -una manera cinematográfica que el director reelabora del cine de Sergio Leone-, Había una vez… en Hollywood puede pensarse como una gran secuencia de 160 minutos, en donde el tiempo se estira y perdura en una suerte de meseta, de acuerdo con las artimañas del director, quien está a gusto con lo que hace. En verdad, sucede mucho y de todo durante este estiramiento de la acción. Y es tanta la información que se reúne durante la "espera" que bien se justifica la espera por el nuevo corte del film, con más metraje. El cine, todavía, se sabe querido.