Había una vez... en Hollywood

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

Hace 10 años Quentin Tarantino inició un viraje ideológico sobre su posición como realizador cinematográfico y paradigmático de la posmodernidad. En los inicios de su carrera su práctica revisionista sobre la historia del cine se centraba en reescribir lo ya escrito por otros en términos de juego estructural, audacia formal y una destreza en la pluma fílmica que imprimía en cada fotograma. Sus personajes evocaban otros, sus homenajes remitían a un pasado lejano, sus plagios se habían legitimado, sus juegos paródicos eran una mirada amorosa sobre un cine que había hecho la historia del cine, y ante todo su despliegue estético construía un andamiaje de entrenamiento creativo donde Quentin se apropiaba cada vez más del puro lenguaje del cine.

Pero esa mirada sobre la realidad hecha de pura ficción y artificio que diseñaba castillos hechos de la reforma de las formas no ahondaba en una modificación sustancial del contenido, en tanto romper su argumentalidad o desacralizar las verdades que el cine había validado con sus tramas de certezas históricas. Como buen posmoderno no pensaba que había que “cambiar el mundo y su historia” y menos que había que sostener posturas ideológicas radicales como antaño. Para decirlo de manera más directa parecía que el contenido de sus relatos no había aterrizado a la pantalla grande para deconstruir esos paradigmas de “verdad histórica” y que todo quedaba sustraído a la gracia de su narración visual y sonora. El giro se produce en el 2009 con el filme Bastados sin gloria en el que se juega su primera ficha fuerte anclando el viraje de su postura como narrador y definir una nueva mirada sobre “lo que la historia contó de la historia”. Si la historia del nazismo había sido una, una casi incuestionable, la ficción en manos de Tarantino podía castigar a unos e indultar a otros con esa libertad inmoral que la ficción tiene, y a su vez con toda la carga ideológica que ese cambio argumental implica. Una nueva posición moral aparece en manos de este realizador singular, la venganza de la ficción que dilapida otras posibles verdades, esas sostenidas por la memoria.

Once upon a time in Hollywood apuesta nuevamente a esta carta narrativa. Operística, coral, digresiva, extensa no solo por su duración sino por su pantalla enorme, su registro en fílmico, su música que suena de lado a lado y una expansión de su capacidad lúdica, desfachatada y hasta incorrecta (políticamente hablando) de decir “Había una vez una historia”… para enlazar varias historias a la vez, unas enredadas en otras, superpuestas, inagotables, unas dentro de otras, variaciones como formas de enunciar su amor infinito por cine y su destreza madura para articular esa declaración de amor.

La trama motora es la de Rick Dalton (brillante Di Caprio) que es un actor en el epicentro de Hollywood y en el centro de la caída de aquellos finales de los año 60, una caída libre no solo para la industria del cine sino para la crisis cultural y moral que atormentaba a los EEUU – crisis que finalmente Tarantino va a licuar tan solo torciendo la verdadera historia de un hecho y haciendo que la ficción mantenga viva la llama romántica de aquel Hollywood que entraba en su etapa de extinción. Su ladero y su amigo (loquísimo Brad Pitt) quien oficia de doble en sus escenas de riesgo es un poco esa sombra que habita los pasos solitarios y atormentados de Rick. Rick y su conflicto es lo que mueve de alguna manera la narrativa del relato hacia un final explosivo. Mientras la joven Sharon Tate, encarnada por una hiper angelical Margot Robbie, camina como si flotara a lo largo de todo el filme, y sus pocas líneas de diálogos la sostienen como yendo en el aire hacia la muerte, aquella que le espera en el famoso asesinato (Charles Mason y su banda) y que es la que inspira el juego tramático de esta historia.

Con todas las licencias que Quentin se toma para hacer de la violencia la más demencial, de Sharon Tate el ángel más puro en una dimensión imposible, de subvertir ese Hollywood que se derrumba en un paraíso de palmeras y lugares coloridos, con esa misma libertad Tarantino narra a su propio país de una manera única. Y sella una marca imposible de pensarse en el cine americano de hoy ,ese falso cine hecho de corsets, sabores baratos que se parece a una mala serie de televisión.

Por Victoria Leven
@LevenVictoria