Había una vez... en Hollywood

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Rodeos en torno al Hollywood de 1969. "Recreación" es la palabra que mejor define el noveno largometraje de Quentin Tarantino: reconstruir artísticamente lugares y personajes para que un momento histórico cobre vida, por un lado, y proporcionar diversión o distracción, por el otro, son los objetivos que, claramente, lo alentaron a materializar este film ambicioso e irregular.
Tres líneas narrativas se alternan en el transcurso de los 165 minutos de Había una vez… en Hollywood, cruzándose y relacionándose no tanto en función de un relato de progresivo interés sino para plasmar un clima de época, jugar con sus seres de ficción y rendir un homenaje al Hollywood de fines de los ’60.
Lo más convincente está en Rick Dalton, actor que sufre ante la declinación de buenos papeles y el paso del tiempo. Aunque los rasgos persistentemente aniñados de Leonardo Di Caprio (además de cierta tendencia suya a la sobreactuación) limitan la imagen de un hombre con experiencia de vida, sus traspiés y caprichos divierten, transmiten nerviosismo y hablan del estado de tensión que suele rodear a los actores secundarios o de mediana edad, más aún en esos tiempos en los que el cine clásico atravesaba una profunda crisis, mutando en series de TV y producciones clase B. Tarantino también acierta en la descripción de la cultura pop en la ciudad de Los Ángeles en 1969: marquesinas, afiches, canciones, fragmentos de películas y de programas televisivos o radiales, avisos publicitarios, ropas, peinados, automóviles y muebles se integran con autenticidad mientras las cámaras sobrevuelan los estudios de filmación y los chalets con piscina. Las referencias cinéfilas –que van desde un caricaturesco Bruce Lee hasta la reproducción de tópicos del western– completan el friso.
Doble de acción y amigo de Rick, Cliff, en tanto, es un personaje más interesante por las características determinadas por el guión (solitario, fiel, sospechoso de un crimen en el pasado) que por lo que logra hacer con el mismo Brad Pitt. Ciertamente, la elección del actor para Cliff parece una concesión al divismo (con sus lentes, su sonrisa ganadora y su aspecto despreocupado recuerda, por momentos, al cowboy que encarnó para Thelma & Louise veinticinco años atrás), de la misma manera que Margot Robbie termina siendo una figura apenas decorativa. Sharon Tate, a quien encarna, era, más allá de su transparente belleza, una actriz en ascenso, además de esposa de Roman Polanski (con quien había trabajado en La danza de los vampiros), pero aquí se la ve únicamente bailando como lo haría una modelo en un aviso publicitario y, más tarde, presenciando una película suya en una sala de cine con inocencia de principiante.
Tarantino sumerge su film en una dispersión general que funciona si se trata de hacer partícipe al espectador de las idas y venidas por calles iluminadas por luces de neón y caminos que atraviesan las montañas, confundiéndose deliberadamente las mansiones de las estrellas y sus glamorosas fiestas con los sets de filmación y las casas rodantes en polvorientos recodos. Al mismo tiempo, resulta grotesca la caracterización de varios personajes (el productor que interpreta sin esfuerzo Al Pacino, la joven hippie, la esposa italiana de Rick), hay un perro aparentemente inofensivo haciendo monerías que parecen salidas de una comedia del montón, el clima de libertad de la época se expresa a medias (se fuma y se bebe mucho pero el sexo es eludido), de vez en cuando aparecen intempestivamente datos informativos (a través de una voz en off o textos sobreimpresos) y las referencias a la contracultura (la oposición a la guerra de Vietnam y a la violencia de las series estadounidenses, por ejemplo) asoman livianamente.
Como en Bastardos sin gloria (2009), algunos hechos históricos son cambiados, demostrando hasta dónde pueden llegar las posibilidades de la ficción. Sin embargo, queda la sensación de que Tarantino se vale de la perversidad intrínseca de los nazis o del clan Manson para darse el gusto de desatar sin culpa una explosión de violencia, dejando a salvo –como en tantas películas de acción y westerns estadounidenses que admira– la imagen del (anti)héroe implacable (Cliff, recordemos, se dice que es “héroe de guerra” y odia a los hippies).
Finalmente: está claro que la intertextualidad, las citas, el metacine, son plus que el público cinéfilo agradece y disfruta. Pero cabe preguntarse hasta qué punto agiganta una película, o la convierte en buena, el hecho de que su acción transcurra en el ámbito del cine o que despliegue con profusión links a films preexistentes.