Había una vez... en Hollywood

Crítica de Carolina Taffoni - La Capital

Como casi todas las grandes películas, "Había una vez en Hollywood" habla del paso del tiempo y de cierto dolor de ya no ser. Parece que a Quentin Tarantino, a los 56 años, la nostalgia le tocó la puerta (o se la tumbó a patadas, para respetar la estética). Pero no es sólo la nostalgia más básica por la juventud perdida. Es añoranza por un tiempo ido, por valores que definitivamente fueron y por una época en la que el cine era el arte supremo. En su novena película, el director de "Tiempos violentos" expone su conocido universo de humor negro, violencia, música y referencias cinéfilas. Sin embargo, esta vez todo está atravesado por una mirada melancólica (que a veces recuerda a "Jackie Brown") y por un ritmo más lento, que parece desafiar la velocidad irreflexiva de estos días.

Tarantino ubica la acción en Los Angeles, a fines de los años 60, cuando terminó de morir el llamado "Hollywood clásico". Y cruza personajes ficticios con otros reales. Por un lado están Rick Dalton (Leo DiCaprio), un actor que está entrando en decadencia, y Cliff Booth (Brad Pitt), que es su doble de riesgo, amigo y confidente. Por otro lado está Sharon Tate (Margot Robbie), la famosa actriz que por entonces estaba casada con Roman Polanki. Y por último está la trastornada secta hippie liderada por Charles Manson, que se hizo tristemente célebre en el 69 por una serie de macabros asesinatos. Fue justamente esta secta la que asesinó a Sharon Tate y a un grupo de amigos, cuando ella tenía apenas 26 años.

El guión cruza datos reales y pura ficción con gran fluidez. Resulta que la estrella en decadencia que inventa Tarantino (el personaje de DiCaprio) es vecino en las colinas de Hollywood de Sharon Tate y su marido. Y así se genera un relato paralelo. Rick Dalton es consciente de su declive y lo sufre, pero también está resignado. Sharon Tate, en cambio, es una actriz en ascenso que se ilusiona con un futuro de trascendencia. Tarantino abandona por un rato la distancia irónica y retrata a sus personajes con amor, compasión y hasta fascinación (en el caso de ella). Y en algunos momentos conmueve.

El punto novedoso es que aquí Tarantino se vuelve dócil ante los personajes. Parece liberado. Está mucho más concentrado en lo que quiere transmitir que en el corset de cualquier estructura narrativa o ejercicio de estilo. Y sí, en la película hay escenas que se extienden demasiado y un puñado de excesos, pero en definitiva son detalles en comparación al conjunto. Entre la contemplación melancólica, burlas a la corrección política y algunas líneas de diálogos filosas, el relato fluye a lo largo de casi tres horas, si bien la tensión formal (la que menos importa, en este caso) se resuelve en la última hora de metraje.

Ahora bien. Para entender y disfrutar la película es cuasi esencial conocer lo básico de la historia de Sharon Tate y el clan Manson. Y también captar aunque sea algunas referencias del Hollywood de esa época. De lo contrario es poco probable que se comprenda la hermosa pirueta que hace Tarantino al final, cuando de un solo giro esquiva la crueldad de la vida real y celebra al cine como la fuerza que nos mantiene vivos.