Guardianes de la Galaxia 3

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

Una atmósfera oscura y de duelo envuelve el tercer episodio de Guardianes de la galaxia. Aunque el final sugiere que de una u otra manera tendremos en el futuro nuevas aventuras surgidas de esta pequeña parte del universo de Marvel (MCU), el cierre de la trilogía tiene un aire de sombría despedida.

James Gunn proyecta sobre la película el espíritu lóbrego y triste que tiene al mismo tiempo su propio adiós a Marvel. Gunn es el exclusivo artífice de toda la existencia de los Guardianes de la Galaxia, el excéntrico grupo de renegados que encontró en el espacio un feliz punto de encuentro, ideal para integrarse.

De eso hablaban las dos primeras películas, y también de lo que significaba ese logro en términos de felicidad individual y colectiva. El debut de los Guardianes de la Galaxia es, junto a las dos primeras películas de Ant Man, la experiencia más alegre y dichosa de toda la larga historia del MCU. La segunda conservó parte de esa jubilosa energía, condicionada en parte por las ínfulas de Ego, el padre de Peter Quill (o Star-Lord), dueño de una megalomanía tan grande que hasta un planeta entero surgía de su propio ser.

Pero allí todavía había tiempo para que los intrépidos Guardianes jugaran con el peligro sin dejar de bailar, empezando por el Quill de Chris Pratt, un comediante nato que contagiaba a los demás con la hermosa ligereza de su personaje. El movimiento del cuerpo y una playlist inacabable e indestructible hacían el resto. Ahora no encuentra tiempo ni para bromear.

Tal vez la necesidad de escribir un testamento de su paso por Marvel antes de volcarse de lleno a la dirección creativa de su archirrival DC llevó a Gunn a ponerse mucho más adusto y renunciar aquí a toda pretensión lúdica. La alegría de las dos entregas anteriores se perdió por completo y cada baile suena aquí como un acto reflejo, casi forzado. Lo mismo pasa con el sabor amargo que tiene ahora cada chiste y cada ironía.

El semblante de Quill y sus amigos es otro. De entrada tienen que salir de apuro a salvar la vida de Rocket, víctima de la descontrolada ofensiva de Warlock (Will Poulter), la nueva arma elegida por los Soberanos para castigar a los Guardianes por hechos que se remontan a la segunda película. Y más tarde les tocará enfrentar a una versión todavía más desaforada del padre de Quill y sus delirios de grandeza. Hablamos del Alto Evolucionador (Chukwudi Iwuji), un gran supervillano de Marvel, el científico loco que pasa de la historieta al cine para desplegar su aire de superhombre nietzscheano y planificar desde la destrucción el sueño del mundo perfecto.

Gunn conecta la presencia de Warlock y todo ese delirante anhelo con el sentido último y profundo de este capítulo final, que debería llamarse “el origen de Rocket”. Casi toda la película se explica a partir del relato del camino que llevó al mapache parlanchín a convertirse en uno de nuestros héroes. Y en ese recorrido hay toda una historia de experimentos genéticos, mutilaciones, torturas y horrores poco habituales en el mundo de Marvel, porque sus víctimas principales son animales y niños.

Por más que se contemple en el fondo con una mirada piadosa, este retrato de la crueldad humana es tan impactante que no deja el mínimo lugar para la despreocupada levedad que tenían las aventuras previas de los Guardianes. Como le pasó a Ant Man en su reciente regreso, aquí también se impone el peso de una aventura fantástica más recargada y grandilocuente que las anteriores. Hay demasiado ruido, bastante pesadez, algunos giros de la trama difíciles de sostener (como la “resurrección” de Gamora) y una extraña insistencia por mostrar cómo nuestros héroes resuelven sus diferencias a los gritos.

Pero al mismo tiempo queda bien a la vista que Gunn es un incansable creador de mundos visuales llenos de ideas y hallazgos, algunos extraordinarios, y que el último tramo recupera buena parte del aliento, la diversión y la vital energía de las dos primeras aventuras, sencillamente porque cada uno de los personajes, inclusive los más pequeños, vuelve a encontrarle sentido a lo que hace.

En esta búsqueda del lugar propio se encierra la paradoja de los Guardianes de la Galaxia. Quedó atrás la historia del feliz encuentro de un grupo de descastados que descubren, juntos, el sentido de pertenencia dentro de una nueva familia. A través de las películas anteriores sentíamos que todos compartían la misma luminosa manera de bailar. Ahora, en cambio, cada uno parece moverse a su propio ritmo. Otro destino los espera. También a su creador.