Gravedad

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Otro tipo de astronautas

George Clooney y Sandra Bullock ponen lo mejor de sí para una película cuyos mayores logros se ubican en la primera parte, antes de poner el acento en una típica historia de superación humana.

“Odio el espacio”, protesta Sandra Bullock cuando las cosas empiezan a complicarse allá afuera, bastante antes del desastre total. Eso es al comienzo de Gravedad, cuando la película tiene el humor, el swing y, si se permite el juego de palabras, la falta de gravedad, propios de una comedia. Salvo que en lugar de estar tomando unos drinks en un loft de Manhattan, la chica (Bullock) y el galán (el galán de comedia sofisticada por antonomasia, George Clooney) flotan en el firmamento, embutidos en unos trajes de astronautas que los hacen parecer un dúo de Michelines. A partir del momento en que restos de chatarra espacial empiezan a llover sobre ellos como misiles letales, Gravedad se convierte en drama de sobrevivencia, para dar paso finalmente a una épica de sobrevivencia femenina, de la clase que los sajones llamarían bigger than life. Una pena, en la visión de este cronista, habida cuenta de que lo notable de toda la primera mitad del nuevo film del indudablemente talentoso Alfonso Cuarón es el modo en que logra universalizar, humanizar, hacer próximo lo stranger than life. Para el caso, la vida cotidiana de gente que pasa la mayor parte de su vida como globos espaciales.

Con la siempre inapreciable ayuda de su brazo derecho, el notable director de fotografía Emmanuel Lubezki, ajustados comentarios musicales de Steven Prince y un trabajo sobre las potencialidades del 3D que pone a Gravedad a la cabeza de las experiencias en el género (junto con Avatar y Pina), el realizador que logró el milagro de darle interés, intensidad y visceralidad a una de Harry Po-tter (la cuarta, El prisionero de Azkabán) se entrega a una suerte de vals sideral, que no requiere de la ayuda de Johann Strauss. A diferencia del de 2001, odisea del espacio –que, como todo el cine de Stanley Kubrick, era de índole cerebral–, el de Cuarón, Bullock y Clooney es un vals físico, dramático y de puesta en escena.

La situación es mínima y hasta banal, por lo cual el acento no está tan puesto en ella como en quienes la protagonizan. Se trata de un dúo clásico, más propio de un western o un film de aventuras que de una comedia romántica. El dúo del veterano experimentado, que cumple su última misión, y la principiante a la que le asignaron la primera. Bullock es Ryan Stone, ingeniera médica, y Clooney, el comandante Matt Kowalski (son de agradecer los nombres bien de comic). La tarea de ambos consiste en reparar una sonda espacial, ubicada fuera de la nave que los trajo hasta allí y deberá devolverlos a la Tierra. Sostenidos por tubos que parecen cordones umbilicales, ambos responden a la tipología de sus roles. Kowalski no para de hacer chistes, tan relajado como en un campo de golf (del otro lado de la línea le devuelve los tiros el control de misión, con la voz gastada del gran Ed Harris). Stone se siente mal, está mareada y descompuesta. Pero la chica tiene su orgullo y no piensa aflojar.

Mientras Ryan trabaja, Kowalski se maravilla, poetiza y empieza a extrañar por anticipado las puestas de sol en el espacio. Al fondo, como si se tratara del hijo de ambos en una plaza, un tercer astronauta flota, da vueltas sobre sí mismo, grita de excitación. Tras esa relajada introducción de 15 o 20 minutos empiezan los problemas, que se van a ir apilando hasta desafiar la credibilidad. Primero viene la lluvia de chatarra, producto del bombardeo de una estación espacial rusa, hecha por los propios rusos (una práctica habitual, por lo visto). Después se pierde la conexión con la NASA, alguno se queda sin otra conexión, bastante más vital (la del cable que lo sostiene), en algún momento habrá que tomar una trágica decisión y de allí en más será cuestión de creerse o no la capacidad de supervivencia puesta en juego por la novata (a propósito, y desdiciendo cierto prejuicio, Mrs. Bullock está excelente).

Todo está espléndidamente filmado, sin el menor virtuosismo, chiche o exhibicionismo. Basada en un guión que el realizador de Hijos del hombre escribió junto a su hijo, la puesta en escena es absolutamente funcional a la historia que narra, con una cámara que necesariamente debe flotar y dar giros y más giros, porque así son las cosas allá arriba. Como en Avatar y Pina, el 3D también está puesto en función de realzar dramática y visualmente lo que sucede. Y lo que sucede va mutando de la experiencia personal a la épica superheroica, haciendo que lo que durante una buena media hora supo ser un film magnífico y absorbente, devenga en aquello que al público estadounidense más le gusta experimentar: el renovado triunfo de la voluntad, a cargo de un personaje-modelo.

Es verdad que sobre el final el propio Cuarón, advirtiendo el riesgo de caer en el absurdo, logra revertirlo, a fuerza de asumirlo y subrayarlo. Sin embargo, el contrapicado, que con ayuda de la gigantesca masa orquestal confirma in extremis a la heroína como personaje bigger than life, se ocupa de devolver las cosas al terreno de la hazaña, que es donde estaba previsto que la misión llegara.