Grandes héroes

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

El heroísmo en tiempos de chicos sobreestimulados

Desde que el público infantil se convirtió en la gallina de los huevos de oro de la industria cinematográfica las películas de dibujos animados se suceden en la cartelera casi sin diferenciarse, una tras otra. De todos modos, vale la pena detenerse en un caso como el de Grandes héroes para pensar un poco cómo es el cine y cómo son los chicos hoy.
Primera película animada de Marvel distribuida por Disney, codirigida por Chris Williams (Bolt) y Don Hall (Winnie the Pooh), el protagonista de Grandes héroes es Hiro, un pibe cuya pasión por las riñas callejeras de robots es rápidamente desviada por Tadashi, su hermano mayor, hacia la necesidad de unirse a un grupo de estudiantes universitarios llenos de ideas y buenas intenciones. Una circunstancia trágica provocará que Tadashi desaparezca de la historia, por lo que Hiro comenzará a encontrar un inefable compañero en un robot blanco y esponjoso inventado por su hermano.
Como en el cine de Disney de décadas atrás, hay huérfanos, música sentimental, héroes y malvados. Pero es interesante apreciar cómo esos elementos si se quiere conservadores (y que de ninguna manera deberían considerarse indispensables en el cine infantil) aparecen dominados por toda la artillería de intereses, principios morales y progresos tecnológicos de esta época.
En tiempos de Dumbo (1941) o Pinocho (1940) se vivía con más serenidad y seguramente los pequeños disfrutarían que les contaran una historia con tono paternalista y aleccionador. En Grandes héroes los personajes son chicos que –como los espectadores a los que va dirigida– reciben contención y cariño de familiares distraídos u ocupados y de amigos falibles, encontrando motivos de alegría en invenciones propias y mostrándose familiarizados con juguetes ultramodernos, selfies y chips.
Que el objetivo ansiado en la película sea ingresar a una universidad, que los héroes en cuestión sean solitarios muy listos (“laboratorio de nerds” le llaman al lugar de encuentro) y que cuando estalla la necesidad de venganza surjan dudas y se imponga la convicción de que eso “no soluciona nada”, deja en claro que el vértigo de sobresaltos que Grandes héroes prodiga, sobre todo en su segunda mitad, no es un meneo hueco. La surtida reunión de directores, productores y guionistas dejó a salvo, por suerte, algunas ideas transparentes, y entonces no será ya, como antaño, una moraleja para justificar la obediencia a los mayores, sino la valoración del conocimiento y de las herramientas que la ciencia ofrece para superarse, al mismo tiempo que la fidelidad a los amigos y el heroísmo bien entendido.
Es cierto que la conversión del grupo en super héroes, cada uno de ellos con características propias, no se destaca por su originalidad (permite claramente, además, una continuación), pero tal vez sea allí donde se encuentre la zona más imaginativa del film: es posible que los chicos no se transformen sino que sólo sueñen o deseen hacerlo. El robot en cuestión, cuya misión es –nada menos– curar a quien se queje de dolor, es otro de los hallazgos del film, que exhibe creatividad en la manera con la que arma una ciudad inexistente a partir de dos reales (San Fransokyo) y en alguna explosión surrealista de color, hacia el final. Le suman méritos toques de afilado humor, como las impagabales expresiones del policía y el impertérrito mucamo.
Grandes héroes es un entretenimiento seductor y un fenomenal negocio, pero también un signo de los tiempos que corren, con chicos más excitados, avispados e independientes.