Gorri

Crítica de Claudio D. Minghetti - La Nación

Acerca de presencias y ausencias

La documentalista Carmen Guarini se aproxima a la figura de Carlos Gorriarena

Se habla de un artista, pero no se dice más que la versión apocopada de su apellido. No se deja constancia de fechas ni de datos muy precisos. Tampoco aparecen sobreimpresos los nombres de quienes desfilan delante de cámara, sólo unas pocas referencias a su relación con el personaje en cuestión. Es más: quienes suponen que en Gorri van a ver un desfile de las obras de Carlos Gorriarena a lo largo de su vasta obra, que créase o no ha merecido hasta ahora un mejor reconocimiento quizá por su marcado desinterés por la popularidad vacía de contenido, saldrán defraudados.

Gorri es una propuesta que, como toda la obra de Carmen Guarini, habla de ausencias y de presencias.

Es difícil entender a un pintor a través de la mirada documental, cuando en realidad no es la intención dejar testimonio de una obra que merece ser vista en una sala de exposiciones, sino del artista que se esconde y a la vez se muestra a través de ésta. La figura de Gorriarena, sin duda uno de los grandes artistas argentinos de la segunda mitad del siglo XX, aparece recuperada en este trabajo a partir de su ausencia (Guarini emprendió el camino de este documental a partir de la organización de una importante retrospectiva de sus últimas obras en el Centro Cultural Recoleta), pero también de su presencia indeleble en los recuerdos de sus familiares (su viuda, sus hijos), de sus discípulos que analizan su obra con poco frecuente profundidad, amigos y colegas. No es para nada sencillo lograr que esto ocurra e impacte en el espectador, que puede o no conocer previamente al personaje. Guarini lo consigue con registros propios y unos cuantos ajenos con la palabra de Gorri, pero más que con cabezas parlantes (la del homenajeado o las de los otros), con ideas que se suceden sin solución de continuidad. Así se lo ve al pintor cuestionando el carácter social que se le ha querido dar a su obra en más de una oportunidad, y cuestionando incluso el destino social que se le quiere dar muchas veces al arte, dando a entender que el sentido de una obra está dado, finalmente, por quien lo contempla. Hay un par de secuencias memorables en el restaurante El General (una con Gorriarena otra sin él pero en la misma mesa), en las que todo su ideario aparece por sus propios dichos, o releído y actualizado por sus discípulos o seguidores.

A la cámara de Guarini, la selección de registros de otros cineastas (hay uno muy interesante de Jorge Coscia, rodado en 1968 en el taller de San Telmo) y la excelente edición de Martín Céspedes, es justo un lugar para la oportuna elección, como cierre, de la Milonga pour aimer, un tema pura emoción del Tata Cedrón.